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Miguel Rivera
Les escribo estas líneas desde la sala de espera de un aeropuerto, en una larga escala para volver a casa tras un partido de liga. Hemos perdido y creo que no hay peor sensación para un entrenador que esa: rumiar la derrota y tratar de buscarle una explicación lógica a por qué lo que parecía un buen plan de partido no ha funcionado. Dónde nos equivocamos, qué podríamos haber hecho mejor o qué jugadores o jugadoras podrían haber acercado al equipo a la victoria y por qué les dimos menor protagonismo del que quizá merecieron.

Una vez analizado el encuentro, es momento de planificar la semana de entrenamientos que va a empezar mañana. Después del duelo por la derrota o de la alegría por la victoria, el siguiente sentimiento debe ser la esperanza, casi ansia, por que llegue el lunes, que para mucha gente significa la vuelta a la rutina de la oficina, pero para el entrenador debe suponer la ilusión de poder ponerse de nuevo las zapatillas, mirar de frente al equipo y respirar su alegría por la victoria o palpar la desilusión por la derrota. El lenguaje corporal de los jugadores o jugadoras es el primer termómetro de cómo irá la semana, sin olvidar el propio. Nuestro gesto es el mejor espejo de nuestras emociones.

Quizá por eso, para el que les escribe, entrenar es la profesión más bonita del mundo: tengo la inmensa suerte de dedicarme a lo que me apasiona. Poder dirigir o guiar a un equipo es un proceso apasionante, en el que demasiadas veces nos dejamos llevar por el resultado, obviando el camino que debe llevarnos hasta él. Tendemos a dar mucho más crédito a quien gana que a quien pierde, concediéndole en muchas ocasiones la posesión de la verdad, cayendo en una falacia ad hominem de manual: lo que dice es correcto porque ganó, sin analizar si el argumento es válido o no.

La victoria y la derrota muchas veces están separadas por una delgada línea, y muchas otras no depende siquiera de factores controlables, por lo que evaluar el proceso en función del resultado es un terrible error. Y, sin embargo, damos mucha mayor credibilidad a quien ganó sobre quien perdió. No hay mayor mentira que la de “merecíamos esta victoria porque trabajamos mucho”, porque, normalmente, el que está enfrente y perdió, trabajó tanto como el que ganó.

Ver la evolución de un equipo desde septiembre a mayo es similar a ver el aprendizaje de un niño cuando se sube a una bicicleta: dubitativo al principio, incluso a veces miedoso, pero cada vez más firme y seguro a medida que van pasando los días. Y eso es precioso.

Sin embargo, creo firmemente que es muy difícil ser completamente feliz en el desarrollo de nuestra profesión, ni siquiera en la victoria: al día siguiente tienes que estar pensando ya en el siguiente objetivo, porque si te acomodas, estás dando el primer paso para la siguiente derrota y eso no cabe en la cabeza de alguien ambicioso. Por eso, un técnico no tiene días libres: en nuestro calendario hay días de partido y días de preparación, pero no libres. Y esa alta ocupación tiene un coste importante, muchas veces en el terreno personal, puesto que nuestra profesión conlleva grandes sacrificios, no sólo propios, sino también de quienes nos rodean. Además, existe un concepto sobre el que últimamente he oído y leído bastante: la soledad del entrenador, que se vuelve especialmente dolorosa en la derrota. Un concepto que Míchel definió como “el bucle de la derrota”: las noches sin dormir, los cambios de humor, el volver y volver sobre las decisiones tomadas…

Si ese duelo toca pasarlo fuera de casa, a mí personalmente, se me hace mucho más duro. Y es que no hay mejor refugio cuando uno lo pasa mal que un abrazo o una sonrisa de los tuyos, quienes te siguen de destino en destino.

Ahí es donde verdaderamente está tu hogar. Yo estoy ya deseando llegar al aeropuerto de destino, donde sé que me esperan con los brazos abiertos. Y eso no se paga con dinero.