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Miguel Rivera
Hace unos días se celebró en Oviedo, como cada año, la entrega de los Premios Princesa de Asturias. En su discurso de aceptación como premiada en la categoría de Artes, la actriz estadounidense Meryl Streep, hizo un elegantísimo elogio a la importancia de la empatía, citando un texto de La Casa de Bernarda Alba, de Lorca: “La historia se repite y yo veo que todo es una terrible repetición”, decía Streep, quien añadía que Lorca, a través del personaje de su obra, expresaba una sabiduría que no lo salvaría de morir asesinado apenas dos meses después, víctima de la sinrazón de la guerra, pero que nos serviría como advertencia para el futuro. Fue su regalo para el mundo y para nosotros, quienes vinimos después.

“Los actores -añadía la actriz, con una tímida sonrisa- tenemos el privilegio de hacer sentir empatía en el espectador, quien se sienta en su butaca dispuesto a ponerse en la piel de alguien que ni siquiera se parece a sí mismo”. Y lo remataba con un argumento definitivo: “La empatía puede ser una forma radical de acercamiento y diplomacia en otros teatros en nuestro mundo, cada vez más hostil y volátil. Espero que podamos hacer nuestra otra regla que se enseña a todos los actores: lo importante es escuchar”.

Por supuesto, se estaba refiriendo al horrible conflicto bélico en Gaza. No seré yo quien se meta a analizar quién tiene la culpa de este o quién ha cometido la mayor atrocidad. Lo único que sé es que me horroriza ver a las víctimas civiles, especialmente a los niños que lo han perdido todo: su casa, sus padres o hermanos… sin distinción de bandera, raza o religión. Las víctimas son víctimas y en una guerra todos pierden, pero los más indefensos pierden siempre más. Cualquiera puede y debe ponerse en la piel de quien lo ha perdido todo, pero creo que, para cualquier padre, ponerse en la tesitura de quien ha perdido a su hijo es lo más duro que uno puede imaginar.

Poco después escuché en la radio, mientras conducía, (no recuerdo la emisora ni el programa, disculpen que no los cite) el testimonio de una madre israelí cuyo hijo había sido asesinado por Hamás en el atentado en el concierto de música electrónica en Israel que desencadenó la crisis actual. No sé por qué su discurso no ha tenido mucha más repercusión. Ella pedía que se detuviera la escalada de violencia. “No quiero venganza. No en mi nombre. No quiero que la sangre de mi hijo se lave con más sangre. La guerra no es la respuesta y no quiero que los niños se eduquen en el odio”. Se me encogió el corazón ante semejante gesto de generosidad suprema, solo con el fin de detener la escalada de violencia, una espiral de represalias que crece de forma imparable y cuyo fin parece cada día más lejano. Hasta que alguien diga basta, hasta que se frene este sinsentido que solo tiene una certeza: podrá infligir mucho más dolor, pero jamás restaurará la pérdida sufrida por las víctimas. Esa madre, cuyo nombre no pude retener, es una heroína, una víctima dispuesta a romper la cadena para alcanzar el final y que los civiles, los que más sufren, vean la luz al final del túnel y puedan, por fin, convivir en paz. Alguien que ha entendido que el odio solamente genera más odio y, aunque quizá su odio sería legítimo y entendible, ella comprendió perfectamente que esa no es la solución al conflicto.

Como decía Meryl Streep, lo importante es escuchar. Y yo añado que basta con poner los ojos en las víctimas, olvidar las ideas preconcebidas y pensar, simplemente, que los muertos no son números. Cada uno tenía su historia pasada y su vida por delante y esta sinrazón se las ha arrebatado de forma violenta e injusta. El mundo será un lugar mejor cuanto más empáticos seamos sus habitantes.