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Miguel Rivera

Hoy, 12 de abril, se cumple un año de uno de los días más emotivos de mi vida, al menos en el terreno profesional: mi despedida de la que había sido mi casa durante las ocho temporadas anteriores. En el año posterior, uno de los temas sobre los que más he leído y que me supone una auténtica obsesión es la gestión del tiempo. Dicen que, si hay que pedirle un favor a alguien, es mejor que pedírselo a alguien que esté ocupado, puesto que la gente que dispone de mucho tiempo es más fácil que lo malgaste y que procrastine hasta el infinito, mientras que la persona ocupada lo administrará mejor.

Es inevitable, cuando uno tiene mucho tiempo, pensar que va a caber todo y, por tanto, tratar de meter más tareas de las que caben, generando frustración cuando, a la postre, no se cumple. O, lo que es peor, poner pocas cosas y, como hay mucho tiempo, ir posponiéndolas para finalmente no hacerlas porque el tiempo se esfuma.

Un concepto que se utiliza mucho a la hora de planificar un presupuesto familiar son los microgastos. Aunque los grandes gastos son los que focalizan nuestra atención (hipoteca o alquiler, la compra del mes, seguros, etc), son los llamados microgastos los que pueden impedir a una familia llegar a final de mes: esos euros innecesarios gastados en café o tabaco, esa suscripción que “total, son 10 €” … y que cuando se van acumulando suponen un gran porcentaje de los gastos familiares al final del año. Son gastos que realizamos sin darnos cuenta, que pasan inadvertidos, pero que, a largo plazo, suponen una parte importante de nuestro presupuesto.

Juntando ambos conceptos, la semana pasada estuve reflexionando sobre los “microtiempos” que tiramos al cabo del día sin darnos cuenta a raíz de un hilo de Twitter que leí (de @george_mack). En él, explicaba su estrategia sobre el uso del teléfono móvil, que es una herramienta extraordinaria para ahorrarnos tiempo y facilitarnos el trabajo, pero que es también una forma muy fácil de perder el tiempo a través de redes sociales y demás distracciones, lo que constituye una terrible paradoja. Tenemos acceso 24/7 al último conocimiento, a las últimas noticias que suceden en la otra punta del mundo, pero también nos pasamos mucho tiempo viendo cosas banales, que no nos ayudan a crecer, a mejorar, que no enriquecen ni aportan nada.

Así, las soluciones extremas que presenta la sociedad actual a la Paradoja del Smartphone son o bien ser un adicto al teléfono, pasando varias horas diarias pegado a la pantalla, o bien renunciar a tener smartphone, renunciando así a la mejor tecnología creada en lo que va de siglo. Como casi siempre, creo que la solución no pasa por el blanco o el negro, si no por alguna tonalidad intermedia de gris.

El autor de dicho texto aportaba una posible solución: tener dos teléfonos. El primero, exclusivamente con las cosas productivas: notas, mapas, 3-4 números de teléfono de emergencia y las aplicaciones más necesarias para la producción. En el segundo, todas las demás aplicaciones, las que roban tiempo de verdad: mensajería instantánea, redes sociales, todos los contactos de teléfono, etc. Todas las distracciones, también necesarias para el cerebro, pero limitaba el acceso a este teléfono a ciertos momentos del día en los que él elegía cuándo y por cuánto tiempo iba a utilizarlo.

Evidentemente, tiene el inconveniente de que dos teléfonos duplican el gasto. A través de una aplicación específica, el teléfono permite conocer cuántas veces lo miramos al cabo del día y cuantas horas pasamos mirando a la pantalla. También podemos bloquear temporalmente ciertas apps, reduciendo así el tiempo de “distracciones inconscientes”.

Les aseguro que me sorprendió saber que en un día normal he sido capaz de mirar el teléfono 150 veces. Les aseguro que un alto porcentaje de ellas me aportaron poco. He ido reduciendo dicho número paulatinamente, las horas que paso mirando el teléfono y, por tanto, la dependencia de este. Es, en definitiva, decidir si queremos portar las riendas de nuestro tiempo o que las distracciones tiren de ellas y rijan nuestro bien más preciado: el tiempo que se va y nunca vuelve.