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Miguel Rivera

Este último fin de semana he dirigido mi último partido al frente de mi ya exequipo. Tras una dolorosa derrota, el club decidió despedirme y buscar un cambio en el rumbo de este, ciertamente irregular a lo largo de la temporada. Hay muchos eufemismos para referirse a la situación: “tomar caminos diferentes”, “dejar de contar con tus servicios”, “darle un giro a la situación”, etc, pero la realidad es la que refleja el titular de la columna.

En las casi 48 horas que han pasado desde que se me comunicó la noticia hasta el momento en que les escribo estas líneas, he recibido un aluvión de mensajes y llamadas de mucha gente preocupándose por mí y por mi estado de ánimo. La realidad es que un despido, a pesar de no ser nunca plato de buen gusto, forma parte de la vida cotidiana de los entrenadores. Como dice mi amigo Miguel Llorente, en su podcast El Camino del Entrenador, que aprovecho para recomendarles a todos nuestros lectores, desde el día en que firmamos nuestro contrato estamos un día más cerca de que nos despidan. Es así: vivimos con la espada de Damocles colgada sobre nuestras cabezas, cuya crin de caballo, en nuestro caso, son los resultados.

Cuando un club toma una decisión tan drástica como destituirte tienes dos formas de afrontarlo: criticar a todos y a todas los que nos han rodeado y que han podido cometer errores o faltas que han desembocado en el cese, o aceptarlo con deportividad, sabiendo que forma parte del negocio y que, cuando un equipo va mal, todos tenemos nuestra dosis de culpa y el máximo responsable soy yo.

Hay un concepto sobre el que ya les he hablado con anterioridad en esta columna sobre el que se ha escrito últimamente mucho y es la soledad del entrenador. Dicho concepto ahonda en la idea de que un entrenador es una especie de lobo solitario que lucha contra todo y contra todos para liderar y guiar a través su modelo de juego al equipo hacia la victoria. Es verdad que es un sentimiento que prácticamente todos los entrenadores que conozco, y yo mismo también, hemos sentido alguna vez. Pero la realidad es que ese aluvión de llamadas del que les hablaba al inicio deja ese concepto ciertamente en evidencia. Creo que es una sensación momentánea, por la que prácticamente todos hemos pasado, pero que no es un fiel reflejo de la realidad: mucha gente nos quiere o nos sigue por lo que hacemos y otros muchos por quienes somos en nuestro día a día y ahí, en esa gente, radica la felicidad verdadera, al menos para mí.

Tras haber pasado por este duro trance, me toca mirar para delante, ser positivo y buscar un nuevo proyecto y quizá una nueva ciudad donde vivir y poder ejercer mi profesión de la mejor manera que sé. Es habitual ver la parte bonita y romántica de nuestra profesión: cuando se ganan títulos o se consiguen los objetivos; sin embargo, esta vez salió cruz y nos ha tocado vivir la parte más amarga del deporte: la de las derrotas, las malas sensaciones y, finalmente, el despido. Es, sin lugar a la duda, la parte más dura de la profesión del entrenador, pero como en todo viaje, estoy dispuesto a disfrutar de todo el camino, no solamente del momento en que llegue a mi destino.

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