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Miguel Rivera

La semana pasada les conté mi visita al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Debo confesarles que, en los días que han pasado entre mi visita y el momento en el que les escribo estas líneas, mi mente ha vuelto allí de forma recurrente. Sigo consternado, no consigo quitarme ese rato de mi cabeza y me temo que me va a costar olvidarlo durante el resto de mi vida. Es una experiencia vital que todos deberíamos vivir, al menos una vez.

Durante los últimos días, como les decía, he tenido mucho tiempo para volver allí. Me encuentro viajando yo solo por Polonia y Alemania, algo que me permite tener muchos momentos de reflexión e introspección. Mi pregunta más recurrente estos días ha sido qué puede llevar a nadie a idear un lugar así, cuya única misión es exterminar el mayor número posible de similares. La respuesta fácil es escurrir el bulto y pensar que los nazis estaban locos y que hoy por hoy sería impensable que nada similar pudiese ocurrir. Pero reflexionando un poco más en profundidad, creo que no es que estuviesen locos, sino enfermos: enfermos de odio. Y esa es una dolencia que sí podemos sufrir hoy en día. ¡Vaya si la sufrimos!

Cambiando completamente de tercio, en otro de mis ratos de soledad estos días, estuve viendo un monólogo del humorista Dani Rovira, con el mismo título que este artículo. En él, Rovira reflexiona sobre la capacidad del ser humano para generar odio, lo que me trajo a escribir estas líneas, porque es algo sobre lo que llevo pensando un tiempo, y creo que nunca había sido capaz de darle forma a esas ideas como en la última semana. Se lo recomiendo, porque pasarán una hora muy divertida. Basta con escuchar un pleno en el Congreso para darse cuenta de la inquina con la que se le habla al que piensa diferente. Y esto estaría bien si se quedase ahí, en la tribuna del Parlamento, entre personas que luego comen y se ríen juntas, como se ha visto en más de una ocasión. Un teatro, una farsa. Pero el problema es que esa misma tensión se traslada al día a día de los ciudadanos.

Las redes sociales, que por suerte no son la realidad de nuestra sociedad, pero sí que nos dan un buen reflejo de al menos una parte de ella, rezuman odio. Basta con entrar en cualquiera de ellas y buscar una publicación al azar: política, sociedad, economía o deportes, da igual. Hay gente que acude allí a vomitar su odio, a pagar vaya usted a saber qué frustraciones con gente a la que no conoce y a la que puede insultar de forma absolutamente gratuita por pensar de forma diferente, escondidos tras un sobrenombre y una foto falsa. Que si uno de izquierdas con uno de derechas, que si uno del Madrid con uno del Barça, que si uno nacionalista con uno no nacionalista… da igual. Ataques, insultos, exabruptos. Odio, odio, ODIO.

La parte final de la reflexión es una invitación a la introspección:¿Yo odio? ¿A qué o a quién? ¿Qué rédito obtengo? ¿Es positivo para mí? ¿Me devuelve algo provechoso? Son preguntas que, a lo largo de estos días, me he planteado algunas veces y que les invito a realizarse la próxima vez que pasen diez minutos con ustedes mismos.

La respuesta fácil es, otra vez, escurrir el bulto, pero no hay mayor muestra de necedad que mentirse a uno mismo. Hagan ese esfuerzo y reflexionen si ustedes también padecen la enfermedad.

Porque las enfermedades, como todo, tienen grados. Los hay muy enfermos y los hay menos, pero recuerden una cosa importante: Auschwitz solo es el final de un largo proceso que no partió de las cámaras de gas.

El odio creció lentamente desde las ideas, las palabras y los prejuicios, pasando por la exclusión legal, hasta llegar a la deshumanización, la violencia y el asesinato legal de millones de personas. Hitler no empezó matando, empezó odiando.