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Miguel Rivera

Feliz año nuevo, amigos lectores. El otro día leía una reflexión, no recuerdo exactamente dónde ni de quién, disculpen que no lo cite, sobre cómo el cerebro humano interpreta el nuevo año como una oportunidad de reestructurar ideas, retomar proyectos inacabados o hacerlos nuevos… de volver a empezar, en definitiva.

La verdad es que, desde que tengo uso de razón, la Navidad en general, y el día de Año Nuevo en particular, me generan exactamente ese sentimiento del que les hablaba en el párrafo anterior, sin saber exactamente muy bien por qué. A medida que se van acercando estas fechas, me gusta hacer balance de lo bueno y malo que he vivido en el año que se acerca al ocaso, como decía Mecano y elaborar en consecuencia mi lista de propósitos para el que se aproxima.

Normalmente, los objetivos de año nuevo tienen que ver con la forma física, los hábitos diarios, el ahorro económico o el aprendizaje y crecimiento personales. En mi caso, para este 2024 que ya ha empezado, trataré de aprovechar mejor y más eficazmente mi tiempo libre: parece algo baladí, pero se desperdicia mucho tiempo de esparcimiento en actividades que reportan poco o ningún beneficio y eso es lo que pretendo mejorar durante este año.

Debo confesarles que hay pocas cosas que me generen una sensación de tanta plenitud como una canción o una pieza de música que me toque de verdad la fibra sensible. Puedo llegar a ser realmente cansino para quien me rodea si encuentro una que me guste hasta el extremo, porque puedo reproducirla en bucle en incontables ocasiones. La música, como el deporte, tiene una capacidad para emocionar fuera de toda duda, pero cuando se viven en grupo, esa capacidad se multiplica. No se puede comparar ver un partido o disfrutar de una canción solo en casa a vivirlos en directo en un estadio o en un concierto. Esos sentimientos de pertenencia y de disfrute colectivo, como les digo, son de esas emociones que me encanta vivir.

Así, para mí es tradición empezar el año escuchando el tradicional Concierto de Año Nuevo. El programa siempre varía, pero las últimas dos piezas son inamovibles: el vals del Danubio Azul y la Marcha Radetzky. Son dos de esas piezas, especialmente la última, que me generan esa sensación de plenitud y bienestar que les decía anteriormente, y que me ayudan a afrontar con optimismo el año que recién empieza. Además, me suponen un chute de optimismo para esa idea de volver a empezar de la que hablábamos al principio: es imposible afrontar una tarea larga, y un año lo es, sin remangarse y ponerse en la mejor predisposición posible. ¡El optimismo y la energía son muy necesarios!

Quiero terminar deseándole, amigo lector, que su próximo año esté tan bien afinado y resuene tanto como la de la Filarmónica de Viena cada primero de enero. Disfruten, sean felices y cuídense mucho.