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Reseña literaria. ‘Periferias del deseo’, de Antón Castro Reseña literaria. ‘Periferias del deseo’, de Antón Castro
El periodista y escritor Antón Castro, durante el congreso de los escritores aragoneses en Teruel el pasado mes de junio

Reseña literaria. ‘Periferias del deseo’, de Antón Castro

La belleza de lo esquivo:  periferias del alma en Antón Castro
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Hay libros que no se leen: se habitan. Libros que no avanzan en línea recta, sino que se despliegan como una madeja, con hilos que van y vienen, que tiran de uno hacia adentro, hacia esa zona imprecisa donde el alma se confunde con la memoria y el deseo. Periferias del deseo (Pregunta, 2025) es uno de esos libros. Escrito por Antón Castro (gallego de nacimiento, aragonés por elección, sin renunciar a su tierra ni al universo, reciente Premio de las Letras Aragonesas), este volumen de 64 relatos breves no solo confirma su maestría narrativa: la eleva. Porque en estas páginas palpita todo lo que Castro es y ha sido; todo lo que ha amado y perdido; todo lo que ha visto, oído, sentido, imaginado.

Castro no escribe para contarnos una historia. Escribe para hacernos escuchar una voz. La suya. Que es, también, la de sus personajes. Porque en Periferias del deseo, como en toda su obra, hay un autor que mira, y escucha, pero también que se deja atravesar por lo que cuenta. Y eso se nota. Se nota en la construcción de los personajes, en los paisajes que recorren, en la forma -delicada, sugerente, poética- en que el lenguaje se amolda al latido de cada relato.

Dividido en cinco secciones -Extravíos, A mi alrededor, Garrapinillos, Antología de instantes, Cómo me gustan las mujeres y Pasión a la intemperie-, el libro orbita en torno a un núcleo incandescente que se anticipa en el título: el deseo. Pero no un deseo limitado al cuerpo o al anhelo romántico, sino un deseo total: deseo del alma, de la memoria, del tiempo perdido. Un deseo que se manifiesta como fuerza vital, como impulso poético, como herida, como sombra, como luz.

Y es que Periferias del deseo está lleno de fantasmas. Fantasmas que a veces son personas, a veces paisajes, a veces canciones, a veces apenas un gesto. Los grandes temas universales -en especial el amor en sus diferentes ramificaciones, incluido, por supuesto, el sexo y el desamor- aparecen una y otra vez, pero nunca de forma grandilocuente. Todo sucede en lo cotidiano, y precisamente por eso conmueve y sorprende: porque uno puede reconocerse en esos personajes que de pronto, sin esperarlo, se ven turbados por un instante que lo cambia todo. Un instante que rasga la rutina y deja entrar otra cosa. A veces, la belleza. A veces, lo inesperado, la sorpresa.

Castro, como los grandes cuentistas, es un maestro del doble fondo, de la teoría del iceberg: lo que parece anecdótico o trivial acaba revelando una verdad profunda; lo que no se cuenta y permanece bajo la superficie es más grande que lo que se narra. Así ocurre, por ejemplo, en Un instante en la Alhambra o en Una aventura peligrosa, relatos donde lo inesperado transforma la historia entera, la resignifica. Y lo hace sin aspavientos, con esa cadencia serena de quien sabe que, en literatura, menos es más, y en el cuento mucho más.

A partir de la sección Antología de instantes, el estilo de Castro se afina todavía más. Lo que ya era lirismo se convierte casi en música. Microcuentos de una página o dos, donde basta una imagen, un recuerdo, una canción para condensar el mundo. Son relatos que tienen mucho de pinceladas impresionistas: capturan un instante, una luz, una emoción. Una mujer mira una vieja foto de sus padres y evoca una caricia suspendida. Otra, escucha “Anduriña” y vuelve, décadas después, a un verano adolescente. Nada más, pero también nada menos.

Las mujeres son protagonistas casi absolutas del libro. Ekaterina, Clara, Rosa/Rosi/Rosalía -que da título a un relato-… Cada una encarna un rostro distinto del deseo, de la pérdida, de la ternura. Son personajes intensos, desconcertantes, llenos de alma. Castro las escribe con una calidez que no es sentimentalismo, sino respeto. Con una prosa visual, sensorial, que parece acariciar tanto la piel como el alma. Hay en su escritura una riqueza metafórica y una carga emocional que convierte la ficción en verdad, y lo fantástico en algo más real que la realidad.

Todo el libro funciona como un mosaico emocional y geográfico. Galicia y Aragón dialogan de tú a tú, se entrelazan. Arteixo y A Coruña conviven con Garrapinillos, ese territorio emocional que Castro ha convertido ya en territorio literario personal, como ya hiciera y sigue haciendo con Teruel. Siempre Teruel. Sus pueblos en general y el Maestrazgo en particular, sus paisajes y paisanajes. Así, aparecen con naturalidad en relatos que son también homenajes: Albalate , La Iglesuela , Muniesa, Calaceite, Ejulve... O personalidades como Gonzalo Borrás o Antón García Abril.

Castro llegó a esta tierra por amor -literalmente- y, aunque no se quedó, su huella pervive en su obra -Los pasajeros del estío, El testamento de Patricio Julve...- y se mantiene viva. Como hemos anticipado, en varios de los relatos de Periferias del deseo, pero de forma muy especial en el titulado con intención explícita: El enamorado de Teruel. En él, el fotógrafo Patricio Julve regresa como un entrañable fantasma para rendir homenaje a la ciudad, a su patrimonio, a su historia (“sentía una gran predilección por Teruel. Hizo fotos del mudéjar y de los edificios modernistas, y sintió veneración por el mausoleo de los Amantes y por la historia de Diego e Isabel...”) y también a sus fotógrafos. En su desenlace, menciona a figuras como Antonio García, Diego Estopiñán, Lori Needleman, y concluye con la frase, toda una declaración de intenciones: “Seguro que le encantaría sumarse a la gran fiesta del amor en Teruel, las Bodas de Isabel”. Confesión que, por sí sola, merecería al menos un reconocimiento oficial. ¿Qué menos que un pregón?

También están presentes otras constantes temáticas de su narrativa: la fotografía, el arte, la literatura… Y sus características estilísticas como el humor -sí, algunos cuentos son desternillantes: El fantasma de Roberto Trompeta Sonora o El taxista de Manuel Vázquez Montalbán, entre otros-, la erudición -nunca pedante, por ejemplo, Un cuento ruso, que es un ameno ensayo condensado sobre la literatura rusa-, o el lirismo de su prosa, atraviesan el libro de principio a fin.

Y, cómo no, entre las páginas late también la presencia entrañable de una multitud de amigos, amigas y familiares del autor. Mencionarlos a todos sería un atrevimiento -y, aun así, alguno quedaría injustamente fuera-, pero su huella recorre cada línea. En el fondo, cada cuento es un tributo, un gesto de gratitud y afecto profundo hacia uno o varios de ellos. Antón escribe desde el cariño, impulsado por un sentido de la amistad que no es sino otra forma del amor. Lo mueve, sí, el deseo de ser querido, pero también algo más hondo: la voluntad de preservar la memoria de quienes le acompañan y de concederles, a través de las palabras, la única inmortalidad que conoce y cultiva con maestría: la que otorga la buena literatura.

Periferias del deseo no es solo un libro de cuentos. Es una forma de mirar. Un arte de contar desde la esquina, desde la grieta, desde lo invisible. Lo que no se ve pero se intuye. Lo que no se dice pero duele. Lo que no se nombra pero late en su interior. Es un canto a la vida desde sus márgenes. Una celebración de lo esquivo, de lo fugaz, de eso que no sabemos que tenemos hasta que lo perdemos.

Antón Castro escribe como quien escucha -su escritura proviene de la oralidad-. Con atención, con devoción. Con esa mezcla de sensibilidad gallega y sobriedad aragonesa que lo convierte en un narrador único. Capaz de emocionar con una sola frase, de evocar una vida entera con una imagen, de condensar una pasión en un gesto. Su prosa es precisa y luminosa, como un acorde bien afinado. Hay que leerlo con pausa, con los sentidos despiertos.

Periferias del deseo deja huella, como lo hace un perfume que se queda flotando en el aire o una vieja canción que, de pronto, vuelve a sonar. Y entonces uno recuerda: quién fue, quién soñó ser, quién no se atrevió a ser… Y, por un instante, todo cobra sentido. Y nace la gratitud. Estas píldoras narrativas se saborean despacio, y harán más llevaderos estos días de calor. Lo sé: me lo agradecerán.