

Llamazares: “Crecí oyendo hablar a mi padre del frío terrible de Calamocha”
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El viaje de mi padre (Alfaguara) es quizá uno de los libros más íntimos y personales de la trayectoria de Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) , y aspira a ser tan significativo como La lluvia amarilla o Luna de lobos. El escritor emprende esta vez un viaje al tiempo geográfico y sentimental: reconstruir el recorrido que su padre realizó durante la Guerra Civil como radiotelegrafista del ejército sublevado, desde la montaña leonesa que le dio la vida hasta la Sierra de Espadán, donde a punto estuvo de perderla, con un especial protagonismo para Teruel, en cuya batalla luchó.
Julio Llamazares visitó ayer la capital mudéjar para presentar su obra en un acto que llenó por completo el salón de actos del Museo Provincia, arropado por Alfonso Casas, experto en la Batalla de Teruel, y por Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara, que le acompañó en la presentación. Antes de eso, durante toda la jornada, Julio Llamazares realizó una visita para la prensa madrileña por los campos y trincheras que su padre recorrió hace ahora casi 90 años. Rubielos de la Cérida, Cedrillas, el Museo de la Batalla del Alfambra, en Villarquemado, o Los Pozos de Caudé, entre otros espacios. Es un viaje que ya realizó hace año y medio, mientras escribía El viaje de mi padre, intentando empatizar con aquellos que caminaron sobre la tierra a 20 grados bajo cero y bajo fuego enemigo.
El punto de partida del libro es íntimo y compartido con muchos, como él mismo explicó ayer en el Museo de Teruel: el arrepentimiento de no haber prestado suficiente atención a las historias que su padre le contó en vida. “No solo se trata de escuchar, sino sobre todo de entenderles”, afirmó ayer. Años después, con la distancia y la madurez, Llamazares decide seguir sus pasos, recorrer los mismos caminos y comprobar qué queda de aquellos paisajes de guerra. Lo que encuentra no son solo vestigios bélicos —trincheras, refugios, fosas— sino una parte de la memoria de toda una generación. “Crecí escuchando a mi padre hablar del frío en Calamocha o en las trincheras de Cerro Gordo, y eso que él era leonés y eso no es el trópico”.
Como explicó ayer el escritor en Teruel, ante un salón de actos lleno hasta el punto de haber personas sentadas en el suelo, “este viaje es un homenaje a mi padre pero no una deuda que tuviera con él. Cuando vivía le propuso viajar juntos a Teruel, y mi miró como si le propusiera ir al infierno”.
El recorrido del libro está formado por los fragmentos aislados del mapa de la memoria que su padre le transmitió oralmente, sumados a los de Saturnino, su compadre durante la contienda bélica, que le sobrevivió dos décadas, y otras personas que la vivieron en carnes propias. Los agujeros que quedan entre tesela y tesela se rellenan con imaginación y sentido común. Pero no es un relato historicista el que busca Julio Llamazares.
Teruel, en el centro
Teruel ocupa un lugar esencial en este relato. Allí se libró una de las batallas más cruentas y simbólicas de la contienda, donde el frío llegó a ser tan letal como las balas. Esa dureza contrasta con la quietud de pueblos pequeños, en muchos casos condenados al abandono como Vegamián (León), donde nació Llamazares, o Anielle (Huesca), donde ambientó su célebre La lluvia amarilla, el acta fundacional de la novela de denuncia contra la despoblación, si tal cosa fuera un género. El nexo del autor con Teruel es tal que, en su Catedral, fue la primera y única vez que la policía le ha pedido la documentación. Ayer contó que fue a caer en ella mientras preparaba el libro Las rosas de piedra (Alfaguara, 2008), el día de Santa Emerenciana sin sospechar que era la patrona de Teruel. “De repente aquello se llenó de baturros, y en plena misa un policía no sé que vio en mí pero me pidió la documentación y me preguntó si era periodista”.
Más allá de la anécdota, la provincia turolense es todo un eje en el libro, y un símbolo doble: el del sufrimiento de la guerra y el de la despoblación que afecta a buena parte de la España interior. Estaciones de tren fantasmas, aldeas medio desiertas o paisajes con el tiempo detenido son un escenario que logra que el desangre demográfico sea un eje a lo largo del libro. Pero junto al lamento aparece también la constatación de la resistencia: inmigrantes que sostienen con su trabajo lo que de otro modo desaparecería, vecinos que se empeñan en mantener viva la memoria local, o guardianes anónimos del pasado más allá de la historiografía oficial.
Julio Llamazares admitió ayer que no es optimista al respecto. Su libro habla de las dos Españas de Machado, pero también de las otras dos Españas: “la creciente, periférica, cada vez más llena, y la decreciente, cada vez más vacía. Cuando la historia coge un rumbo es como un transatlántico, muy difícil de variar”.
La realidad tampoco invita a ser demasiado optimista en la otra dicotomía hispánica. Ni siquiera noventa años después. Llamazares contó en el Museo de Teruel que ayer por la tarde, mientras visitaba Los Pozos de Caudé con un grupo de periodistas y algunos memorialistas, en homenaje a los que combatieron junto o frente a su padre -años después de acabar la guerra supo que uno de sus hermanos había estado en la defensa republicana de Teruel-, un camionero que salía del Polígono La Paz les espetó desde su cabina: “¡Rojos!”
Además de La lluvia amarilla, El viaje de mi padre también conecta con otros títulos de Llamazares, como Las rosas del sur o Primavera extremeña, caracterizados por observar el paisaje como un depósito de memoria y por interrogarse sobre cómo el tiempo y el olvido transforman lo que se es. En el último libro de Llamazares esa mirada es todavía más personal: no se trata solo de contar lo que desaparece, sino de rescatar a su padre a través de su testimonio. A toda una generación, en realidad, a la que su padre representa.
El resultado es un libro que combina la precisión del cronista, la sensibilidad del poeta y la curiosidad del viajero. Una lectura que no se limita a la evocación íntima, sino que abre un diálogo con la historia reciente de España y la realidad de su territorio rural. Llamazares es una de las voces necesarias para entender cómo se intrincan memoria, paisaje y literatura, y El viaje de mi padre es una especie de viaje de redención completado.