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Isabel Marco

Algunos días pienso en lo que ya debería haber llovido, que ya deberían haber caído cuatro gotas para limpiar la suciedad que se acumula en algunas calles, aunque a veces, se acumula tanta suciedad que cuatro gotas solo sirven para hacer charcos de esa bahorrina que salpica las zapatillas llenándolas de gotas oscuras y malolientes. Un chaparrón vendría mucho mejor, que caigan con fuerza grandes gotas sanadoras sobre el suelo seco, que no solo limpie ese barrillo de las calles, si no que reviva la tierra casi muerta y que refresque este ambiente de veranillo que a más de una persona se le va haciendo ya cuesta arriba.

Otros días, me descubro pensando en lo depauperante que resulta el tiempo que pasamos delante del móvil en lugar de estar delante del libro, en la riqueza que perdemos mientras vemos esos vídeos absurdos de gente bailando una canción viral, las fotos del verano de no sé quién o unos gatitos haciendo de las suyas; pero es que… son tan graciosos y adictivos.

¿Por qué motivo somos tan gaznápiros que nos dejamos llevar por lo maligno de un algoritmo? Es la droga del siglo XXI, sin duda, tan enganchados y tan ignorantes del daño que nos hacemos; nos estamos quedando zonzos. Bueno, algunas personas ya se han quedado así, zonzas, tontas. Lo peor es que la tontería va unida a una verborrea ultracrepidaria; da igual de lo que se hable, todo el mundo sabe, todo el mundo opina y pocas personas abren primero el diccionario antes que la boca o, mejor dicho, pocas personas abren el diccionario antes de mover los dedos para escribir. Además, estas personas se expresan de una forma grosera y maleducada, resultan personas ofensivas a través de una pantalla. En resumen, lo que apuntaba más arriba: que nos empobrecen las pantallas.

También hay días en los que voy haciendo tareas cotidianas, mecánicas y esa memoria selectiva de la que hablaba la semana pasada, me recuerda de repente que había puesto una lavadora. Qué poco me gusta tender la ropa y descubrir que huele a veragua. Entonces tengo que poner la lavadora de nuevo y cruzar los dedos para que me acuerde de tenderla a tiempo.

Es que no se puede ser tan nefelibata, siempre pensando en las musarañas; aunque quiero pensar que mis musarañas me sirven para generar trabajo, llaman a la inspiración, me llevan a ese hilo del que tirar para pensar en lo próximo que voy a escribir. Algo que no le ocurría al agricultor que se entretenía mirándolas salir mientras dejaba de arar el campo.

Y hoy, sigo pensando que echo de menos esa lluvia que me da en la nariz con el petricor y, aunque me encanta no tener que hacer todavía el cambio de armario, necesito ese olor en mi vida, ese olor que anuncia el agua de tormenta que ya ha mojado las tierras vecinas y que muchas veces abre la puerta al otoño.  Vamos pasando por las estaciones lluviosas sin ver la lluvia ni oler a petricor. Echo de menos ponerme sudadera y abrir un paraguas, calzarme las botas de agua y pisar charcos. Son sensaciones que, inevitablemente, me llevan a mi niñez, cuando las primeras lluvias del otoño me daban la oportunidad de sacar las botas de agua. Siempre tenía la sensación de que me venían pequeñas, esperaba el día de lluvia con ilusión para poder ponérmelas. Esperaba y, de otoño a otoño me crecía el pie, así he llegado a un treinta y nueve. Si me quedaban pequeñas heredaba otras botas y si no, me quedaba callada con el pie apretado para no quedarme sin pisar los charcos. Y así pasaba otro otoño.

Ahora, mientras espero esas gotas de agua que enriquezcan la tierra, he dejado por aquí algunas otras que enriquecerán nuestro lenguaje. Espero que el artículo de hoy te haya hecho pensar y también usar el diccionario, si es así, objetivo cumplido, ya me puedo ir a dormir.

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