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Díptico de la tristeza: la infancia perdida Díptico de la tristeza: la infancia perdida
Mª Pilar Rodríguez Pina

Díptico de la tristeza: la infancia perdida

Texto de Dani Izquierdo / Fotografía de  Mª Pilar Rodríguez Pina
 



“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos.”

Jorge Luis Borges.

CARA 1

A veces, la memoria, es un lienzo vacío; otras, un óleo acabado en el iris de Vermeer; las más, un pigmento perdido entre el primer temblor de un bisonte en Lascaux y el último insomnio de Félix Nussbaum -pintor del Holocausto- un dos de agosto de 1944 en el alféizar de su muerte en Auschwitz.

La masada de la fotografía, sujeta a mi mente como una galera a merced de la mar, forma parte de la mía. De la memoria, digo, de ese cuadro impreciso que yo no sé pintar. Sí sé que no existe, que ya no existe, más allá del silencio con piel de torreón; más allá del olvido de apariencia cúbica y andares detenidos de saga familiar. No existe, casi no existe, pero en las escaleras que el ojo no ve, esas que anudaban los dormitorios al granero, el trigo a la antesala, una vez siendo niño, me rasqué las piernas, sangraron las rodillas y entendí que la sangre, roja y fugitiva, era una hortaliza líquida sembrada en el dolor. Una hortaliza más.

Ningún niño se caerá ahora en ellas.

Está abandonada. Abandonada como el trillo metálico que yace en la esquina imitando con sus ruedas dentadas dormidas bajo el óxido, un anacrónico banco de coral.

Desconozco cómo y porqué llega una casa familiar a abandonarse.

Cómo y porqué se vació la…

Cómo se cierra una puerta para siempre.

Cómo se gira una llave por última vez sabiendo que esa vuelta clausura la vejez y en su grupa, la infancia: la vida de la Vida.

Con qué ojos registran, el tiempo y el paisaje, los bolsillos y el alma del que no piensa volver, se está yendo o ha quemado los mapas.

Helga Weiis, a los ocho años vivió la invasión nazi de Praga.

Praga no es Teruel, la huida siempre es la misma.

Era judía.

Una mirada limpia en tiempos de alambrada.

Su deportación fatal al campo de Terezin, su posterior evacuación a Auschwitz, la echaron de la vida, no de las palabras: "el día que dejé mi casa -dijo- crecí".

No hay palabras para decirle adiós a un juguete cuando se tienen ocho años.

Menos aún, para (siete años después) regresar a casa.

No puede uno (a ninguna edad) decirle "adiós" a Praga.

No hay palabras para cerrar una puerta.

Por eso atardece. Por eso la vida, ara.

Por eso hay casas vacías, pueblos abandonados, calles en las que nunca se posará un invierno, una mirada

Calles en las que nunca lloverá una tarde, un roce clandestino, un reojo furtivo, un furtivo aleteo del amor.

Helga Weiis, no habitó esta casa aragonesa (la casa de la foto) el beso en la mejilla que me dio el tío Ángel, zurrón aún ladeado: mi tío pastor.

Quise subir al pescuezo del mundo y el mundo me apeó.

O sí, la vida se enreda en los silencios como se enrosca el tiempo en la tierra seca y todos, incluso en Manhattan, subimos y bajamos una escalara (intacta o desvencijada) cuando nos besan.

Helga Weiis fue una de las pocas, poquísimas niñas, que regresó a casa.

Más de 15.000 criaturas se quedaron en el camino abonando el zyclon B de la tristeza.

Nnca sabré qué abismo psiquiátrico separa la mano que escribe un poema de la mano que aprieta un gatillo contra la sién de un niño envuelto en pañales.

Nunca sabré qué verdugo interior gasea mis sueños en el preciso instante en que deciden subir una escalera...

La casa está vacía.

Abandonada.

La memoria, en la esquina del silencio, teje su telaraña.

El rocío pende de sus hilos de arena.

Teruel, nuestro Macondo errático, calla.

CARA 2

Sentada en la cadiera, mi abuela azuzaba el fuego mientras los niños, arrastrando las pantorrillas por el suelo irregular de esta casa campesina, hacíamos lo propio con nuestra ilusión. En las afueras, un rebaño de ovejas lamía las espuelas lorquianas de la noche y en la bufanda al cuello (como un manjar rendido a las estrellas) el hambre y la palabra saciaban al mediero y desaparecía buscando la majada.

Los niños de la casa veíamos ovejas, nos amagábamos en el torreón y el balido grupal, bajo la piedra, nos maravillaba como un unicornio. La hija del pastor, nuestra abuela, veía un rebaño y latía en ella un temblor mineral. Un balar sagrado. La música de Dios.

No tenía madre.

Había muerto, siendo ella niña, en un bombardeo fortuito de la guerra.

Nosotros, sí la teníamos.

No es poca la diferencia.

Sentada en la cadiera, mi yaya Josefina vigilaba el caldero y nosotros, los niños, formábamos mundos con cajas de cartón; éramos héroes dentro de un delantal, piratas irredentos en nuestro mar de arcilla, insignes capitanes con sables de ambición, quimera y plastilina. Pura ficción.

De vez en vez una esquirla amarilla saltaba del hogar a su saya (la saya protectora de mi abuela) y en ese crepitar dorado los niños de la casa ya no éramos niños y no había fuego, caldero ni cadiera. Solo un trillo metálico, solo un recuerdo con aires de pavesa.

Tampoco quedaban ovejas.

Ni estrellas en los cielos.

Ni unicornios afuera.

Solo una lápida en el cementerio.

Abuela Josefina: la hija del pastor.

La hija de la Tierra.


* Dani Izquierdo (Barcelona, 1975). Nacido en Barcelona en 1975, renace en Aguilar del Alfambra (Teruel) todos los veranos. Antaño dio clases; hogaño las recibe: del tiempo, del prójimo, de la vida. Nada más. Que a veces publica poemarios y otras, las más, los habita. Y que conversa, lee, ama, vive y suspira...

 Mª Pilar Rodríguez Pina. Le encantan los animales y las plantas. Aficionada a la fotografía.

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