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Los árboles de Sanfilippo Los árboles de Sanfilippo
Ricardo Figueras

Los árboles de Sanfilippo

Por Víctor Villanueva (Andorra,1976) *
 

Nada queda por hacer si lo hacemos. Aquellas fueron tus palabras, y yo tomé contigo el sendero hacia la inmanencia. Nos alejamos de los paisajes trascendentales donde se fuerzan las cosas de manera superflua obstruyendo el paso de la luz al sentido profundo que nos habita. Nuestro sueño exigía no ser meros espectadores que aplauden o abuchean los actos del prójimo y someten su sabiduría a la no-acción. No se puede ser danzante sin danzar.

Tras seis días de misterio y manifestaciones llegamos a las puertas de la nada. Nada había allí. Llamamos al silencio por su nombre, y nadie contestó. Llamamos a Dios por su nombre, y nadie contestó. Pronunciamos todos los nombres que conocíamos, y nadie contestó. Preguntamos a las piedras, y no respondieron. Preguntamos a la tierra, y no respondió. ¿Era aquel lugar obra terminada o puerta abierta para que todo ocupara su lugar? Sobre el vacío vimos las infinitas posibilidades de dar cobijo al viajero y al desorientado, al error y al acierto, a la certeza y a lo incierto.

Durante seis meses recogimos las piedras desprendidas de las moléculas del mundo. Apilamos una a una, levantando la estancia en la que hallar en su interior lo infinito presente en todos los seres. De muros robustos y altos, dijimos, para que nadie que la habite sienta el peso del techo oprimiéndole, ni tampoco sienta la vanagloria de alcanzar lo más alto con sólo estirar el brazo.

Que nadie se sienta solo, dijimos. Y durante seis meses levantamos una torre desde la que contemplar la plenitud perfecta, permanecer en los lugares inferiores del presente, siendo simplemente si mismo ante la serenidad inmensa del mundo. Comprenderlo todo al liberarse de la aprobación de la gente. Tener sin poseer, cuando se es elemento sin dueño ni poder. Ubicar el ser es incompatible con sentir soledad.

Apenas una ventana con un codo de lateral, dijiste. Porque la luz habita en contraste con la oscuridad. Porque quién habita la oscuridad, debe levantarse y caminar hacia el exterior y hallar la luz. Pero para poner los pies en el suelo hay que saber dónde está el suelo. Para subir o bajar un peldaño, hace falta saber dónde está la escalera. Para mostrar dónde está la primera huella de equilibrio, hay que cuidarse de ofrecer algo de luz. Hay quién teme la oscuridad porque no la conoce, porque no sabe habitarla ni sabe cómo salir de ella. Hay quién no teme la oscuridad porque siempre la habitó y desconoce la existencia de la luz. Hay que mostrarla, pero no forzar ir a ella. Ese es camino de cada cual.

Durante seis años trabajamos la tierra, enriqueciéndola de pasión y humildad, haciendo que brotasen, primero débiles e ingenuas, las palabras que llenarían nuestras bocas. Después, cuando hallamos con ritos ancestrales un punto en el que erigir un pozo de agua, todas las raíces se aferraron a la humedad que repartimos, y las funciones de la vida se vieron colmadas. Así permanecimos centrados en la ley de nuestros corazones, que no de las instituciones. Y fuimos felices, transitando los días y las noches como los ríos fluyen hacia el mar, y del mar al cielo, y del cielo a la tierra, y por la tierra se deslizan en un vértice circular que todo significa.

Y llegó la depresión sonora. Con un arrebato de enojo, el cielo decidió no razonar e inundarnos de tristeza. El día lloró. La noche lloró. Y vimos cómo se agrietaba uno de los muros. Y siguió lloviendo. La inquietud lloró. La frustración lloró. El insomnio lloró. El cansancio lloró. El vacío lloró. Y también la desesperanza. Y tú me pedías que no abandonase el centro, incluso en medio de un gran dolor. Que no me aferrase a las cosas, porque estas son y suceden, sin que seamos dueños de su ritmo y armonía.

Todo nace de la nada. Todo renace de las partes. Todo se comprende desde la simplicidad. Retornar al ser es interminable renovación. Ser flexible para doblarse sin quebrar. Ese es el equilibrio de la claridad. Gracias a ti logré completar el círculo.

Hoy, seis lustros después, veo en tus manos el temblor parkinsoniano de los años. El temblor de tus ribazos. El deterioro postural de las columnas del pórtico que levantamos para dar la bienvenida a quiénes llegaban sin haber partido de ningún lugar. Hoy eres apátrida génico en el que las raíces nerviosas pierden la mielina terrestre que las cubre, quedando su presencia expuesta a la inclemencia del desinterés y la estupidez. Sólo quien se acerca a ti percibe que aún late tu corazón.

Tu mirada es perfecta, porque parece imperfecta. Me dices que el mundo repite afirmaciones y preguntas una y otra vez. Que el mundo olvida conversaciones, extravía artículos, se pierde en los lugares que habita. También, que con el tiempo olvida el nombre de aquellos a quienes ama y amó. Me dices que a ti y a mí no nos habita el olvido, ni la amnesia. Que eso es cosa de quiénes habitan en el yo-otro, en el espejo de la ambición, en el incesante estrés de la trascendencia. Con voz rasgada de cierzo, encarnas la luz cuando hablas del Alzheimer de tu abuela, y explicas que nada tiene que ver con esos políticos que vinieron buscando el disputado voto del señor Cayo, señoriales y elegantes, con chaquetas nuevas de distinto color.

Vislumbro la lluvia amarilla. Aproximándose. Esa lluvia que deshoja la imbecilidad de las promesas no cumplidas, de las vacías palabras de vertebración del territorio. La lluvia amarilla que cala poco a poco en el tiempo y la memoria, en el abandono y la muerte. No es la tierra lo que se abandona, sino a quiénes la habitan. ¿Quieres mejorar el mundo? La fuerza bienintencionada de la vida no se centra en el mundo, recae sobre sí misma. No intenta convencer a nadie porque hace su tarea y, después, se detiene.

“Somos como esos viejos árboles batidos por el viento. Somos como la humilde adoba que cubre contra el viento la sombra del hogar”. Somos como una enfermedad rara, víctimas de una alta tasa de mortalidad pero baja prevalencia. Somos como los ríos que confluyen en el mar y nunca vuelven.


* Doctor en Psicología. Profesor Titular de la Universidad Internacional de Valencia. Director Máster Universitario en Prevención en Drogodependencias y otras Conductas Adictivas. Miembro de la Red Investigación en Atención Primaria de Adicciones (RIAPAD) y ISSUP-España. Impulsor de asociaciones culturales La Masadica Roya (Andorra) y La Mina Iluminada (Teruel). Múltiples publicaciones científicas y culturales.

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