Síguenos
En ninguna parte. Hemos terminado En ninguna parte. Hemos terminado
Juan J. Marqués Garzarán

En ninguna parte. Hemos terminado

Raquel Fuertes

Texto de Raquel Fuertes / Fotografía de Juan J. Marqués Garzarán

Sabrás perdonar que empiece nuestra historia por el final. Pero coincidirás conmigo en que era el único final posible para lo que quizás no debió empezar. Sin embargo, sé que no sabes exactamente qué pasó y cómo llegamos a lo que ahora dejo por escrito y que, por tanto, pone nuestra historia en el lugar de las cosas que sucedieron. Hoy, en esta tarde de agosto, cuando ya puedo ver el final del verano, quiero contarte cómo llegamos a ninguna parte.

Efectivamente, miro atrás y veo que quizás no debió empezar. Demasiados impedimentos. Demasiados inconvenientes. Pero, claro, no iban a pararnos los obstáculos que detienen a cualquiera. A fin de cuentas, nosotros no éramos cualquiera, ¿verdad? No. Al menos, no entonces.

Prohibido era la palabra mágica. Nuestras carreras hubieran saltado por los aires de conocerse lo nuestro. Enemigos públicos en el púlpito, en los despachos y en las negociaciones. Con épicas peleas y contrarréplicas, nadie hubiera entendido lo que pasaba después. Sin testigos. En la oscuridad. En secreto.

Mantuvimos durante meses esa pasión en los dos extremos: viscerales a la contra en lo público y viscerales en una intimidad que cada vez nos absorbía más, aunque cada día se complicaba haciendo todo mucho más difícil. Y más excitante.

Vernos a diario era parte de nuestro trabajo. Compartir nuestro secreto se complicaba más y más en un lugar donde todos nos conocían. ¿Cómo íbamos a cenar o simplemente pasear si todos sabían quiénes éramos? Nuestra posición nos obligaba al desdén en público.

Nos costó, pero fuimos capeando y buscando las ocasiones hasta que encontramos la masía en aquel camino perdido que conseguimos convertir en nuestro refugio. Estaba cerca, pero también en ninguna parte y, siguiendo con nuestra estela de secretos y mentiras, no contamos a nadie que existía.

La arreglamos mínimamente a ratos. A veces iba yo sola. A veces tú. Lo cierto es que era la única forma de adelantar algo porque si estábamos juntos, y solos, se complicaba mucho mantener la distancia y, francamente, nunca hubiésemos podido llegar a dejar habitables la cocina, la habitación y ese baño con las mejores vistas que una bañera tuvo jamás.

Meses de pasión y secretos, del proyecto de la casa que cobraba forma. Fueron, sin duda, lo mejor de mi vida. Aprovecho para contarte que acabé comprando la casa porque quería que hubiese algo nuestro también en el mundo real. Así que lo que hicimos era mío. Y, según yo sentía entonces, también tuyo.

La situación cambió. Campaña electoral. Más y más batallas desgastando con agrias discusiones públicas una pasión a la que quizás le faltaba un poco de amor para consolidarse y adquirir forma. Una relación que empezaba a acusar tu pérdida de interés.

Mientras, yo seguía ciega. Llegaron las elecciones. Ganó tu partido. Eso hubiera sido lo de menos si un estúpido juego de sillas musicales no te hubiera colocado como protagonista. Toda la visibilidad, toda la responsabilidad. Mucho trabajo y yo como enemigo principal.

Lo que antes era un divertido vodevil empezaba a parecerse a un angustioso drama. Esto ya no eran ensayos o réplicas desde el púlpito. Ahora eran decisiones reales y posturas claramente diferentes que nos llevábamos a nuestros cada vez más esporádicos encuentros secretos.

Y ella pidiéndote un hijo. No supiste decir ‘no’ y la constatación de ser solo la otra empezó a pesarme demasiado.

Nuestra casa en ninguna parte empezó a ver encuentros cargados de deseo que acababan en la infinita tristeza de cuando se sabe próximo el final de algo sin poder hacer nada por cambiarlo. Inmerso en las preocupaciones y la indiferencia, tú no te dabas cuenta. Agobiado con tus responsabilidades y tu sentido del deber decías que no notabas que nada fuese diferente cuando en mi ingenuidad intentaba romper el silencio con aquellas charlas en las que acababa hablando sola mientras mirabas el reloj ansiando marcharte. No podías estar más tiempo fuera de cobertura y tu agenda te reclamaba con más fuerza que yo.

Debió ser justo ahí, en esos monólogos con intención catártica, mientras me sentía insignificante y arrinconada, cuando, yo sí, me enamoré. Ya no era solo un juego cargado de atracción sexual y una forma de evadirme de la presión de una vida llena de exigencias y sin otras vías de escape. Empezó a morderme el miedo a perderte. Cuando, en realidad, ya había perdido lo poco de ti que algún día tuve.

Cada vez nuestros debates eran más aplaudidos. Quizás porque ahí liberamos toda la tensión que ya no liberábamos juntos. Más que concertar citas pasé a solicitar audiencia. Tu agenda se convirtió en la peor enemiga de mi recién descubierto amor.

La amargura de cada día se agudizó en otoño. Los días eran cada vez más cortos, grises y tristes. Las noches estaban tan llenas de soledad como vacías de ti. Siempre he estado sola, pero jamás me he sentido tan sola como cuando estabas a mí lado y solo respiraba tu ausencia.

Y empecé a no poder soportarlo.

No podía compartirlo con nadie. Y tú no querías escucharme. Aunque me costara reconocerlo, ya me habías olvidado. Por mucho que nos viésemos casi a diario, yo ya no estaba en tu vida.

Algunas noches me iba sola a la casa. Al principio solo lloraba. Luego vino la rabia. Y no tardó en aparecer el odio. Te odié casi en la misma medida que te seguía deseando. O amando. Y empecé a vivir nuestra doble vida desde otra perspectiva. Cada vez más despegada de la realidad y alimentándome de mi dolor.

Después de Navidad, conseguí que vinieses a nuestra masía. Sabía que era la última vez así que me entregué y te exigí más que nunca. Fuera caía la nieve, lenta y constante. Fue magnífico, ¿verdad?

Después, fue sencillo. Una copa para brindar por lo que fuimos, un sabor amargo, tu mirada desconcertada y mi confesión: “te quiero”. Fue lo último que oíste porque moriste en mis brazos en ese instante.

Nadie sabía dónde estábamos y la tormenta me impidió salir en unos días. Aproveché para hacerte desaparecer para siempre. No me preguntes detalles. Sería cruel describir cómo moría mi despecho a la vez que tu presencia se diluía para siempre en aquella bañera desde la que divisaba el horizonte. Encontré, al fin, paz. Tu indiferencia me había dolido mucho más. Ya no serías de nadie.

Y pasaron los meses. Y las noticias. Tu desaparición volvía loca a tu mujer. También a la policía. Los medios indagando e inventando. Hasta que, en esta tarde de agosto, he decidido que todos sabrán de nuestra historia y, también, a la vez, que hemos terminado. Principio y final.

Por mí no te preocupes. Tengo preparada mi copa llena de amargura y a mi lado, en nuestra cama, donde tú te fuiste, algún día encontrarán lo que quede de mí junto con esta carta. Y todos sabrán que estás en ninguna parte.

Te quise.



RAQUEL FUERTES. Periodista y master en Comunicación Empresarial e Institucional. Editora en compañías como Wolters Kluwer, Tirant lo Blanc o Ediciones SM. En un breve paréntesis se dedicó a la enseñanza de niños con necesidades especiales para pasar a continuación al departamento de Comunicación de Divina Pastora Seguros. En la actualidad es gerente de Sucro, SL, empresa editora del semanario Valencia Fruits. Columnista de DIARIO DE TERUEL desde 2007. 

JUAN J. MARQUÉS GARZARÁN. Maestro jubilado, aficionado a la fotografía desde muy joven. Pertenece a la Sociedad Fotográfica Turolense desde 2009

El redactor recomienda