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‘El puente’ ‘El puente’

‘El puente’

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Javier Silvestre

Recuerdo que un compañero de mi padre me regaló, cuando yo era un chavalín, un cómic que llevaba por título El puente. En él se contaba la historia de un periodista que naufraga en una isla y descubre a una tribu que pasa su día a día sin preocupaciones. El protagonista acaba siendo designado como el jefe y decide que para mejorar la vida de los alkeanos sería fantástico construir un puente con la isla vecina. El objetivo: facilitar el comercio y aumentar la riqueza de ambas tribus.

El problema es quién construiría y cómo se pagaría el puente. Como los alkeanos son un poco vagos y se niegan a trabajar gratis, el jefe decide dar un sueldo a los que se ofrezcan. Pero claro, de este sueldo pagado en pepitas de fruta, no cae del cielo y tiene que salir de alguna parte. Así que nuestro occidental amigo decide aplicarle a toda la población un impuesto del patrimonio para pagar los materiales de construcción.

Los alkeanos, en un primer momento, no entienden nada pero ahí está nuestro periodista para explicarles que si todos ponen un poquito de lo que tienen por un bien común, también saldrán beneficiados. Acabado el puente, la tribu empieza a disponer de más renta y deciden construir una escuela para que los niños se formen, un hospital para que la gente pueda curarse de la enfermedades… Pero claro, todo eso hay que pagarlo. Así que el jefe no duda en poner más impuestos: un IVA del 10%, el de sucesión y el de la renta son los que financian estos avances sociales.

Nuestro protagonista no se forra con este sistema. Es más, nadie lo hace porque todo repercute en bienes para la sociedad. Cada uno aporta en función de la riqueza que tiene de tal manera que todos contribuyen por el bien común. Este cómic de 1985, ideado por Juan Manuel Ruigómez Iza, abogado del estado y director de los servicios de inspección de Hacienda, intentaba que los niños y niñas de esa década entendiésemos la utilidad de pagar impuestos.

Han pasado casi 40 años desde que leí ese tebeo y aún hoy recuerdo cómo se me grabó a fuego el mensaje: los impuestos son necesarios. Sin ellos no tendríamos el bienestar en el que llevamos instalados desde hace cuatro décadas. Ir a un hospital y no pagar la factura es un lujo que muy pocos países en el mundo tienen. Que la educación sea gratuíta hasta los 16 años es algo imprescindible en nuestra sociedad. Que podamos disponer de carreteras asfaltadas y puentes para ir de isla en isla de forma rápida y segura, créanme, es algo que no todos los ciudadanos del mundo pueden disfrutar.

El problema llega cuando la aportación impositiva se convierte en una forma de esquilmar al ciudadano con una renta media. Cuando subir impuestos es el único y último recurso para todo. Cuando se paga por lo ya pagado hasta dejar seco al contribuyente. Cuando parte del dinero se va a chiringuitos, subvenciones difícilmente justificables, obras públicas innecesarias o, simplemente, se pierden por la alcantarilla del dinero que no es de nadie.

El puente debería tener una segunda parte, actualizada. Con los alkeanos convertidos ahora en ciudadanos occidentalizados ya y pagando pepitas por casi respirar: una pepita por encender el fuego, una pepita por arar la tierra, una pepita por vender al vecino, una pepita por comprar al vecino, una pepita por cruzar el puente, una pepita por pagar las anteriores pepitas... Y verían, incrédulos, cómo al lado del viejo puente hay ahora un teleférico que les costó millones de pepitas pero que jamás entró en funcionamiento. También tendrían que asistir, boquiabiertos, a cómo el jefe se habría traído a todos sus amigos de Occidente y habrían montado una jefatura de isla, trece subjefaturas, unos 25 departamentos interterritoriales con sus sedes y trabajadores públicos (pagado, todo ello, a base de las pepitas que ponen entre todos, claro está).

Lo que se preguntaría el alkeano medio es hasta qué punto le sale a cuenta seguir siendo productivo si, a cambio de un hospital, un cole y un puente desgastado, tiene que costear centenares de cosas prescindibles. A más de uno le entrarán ganas de volar el puente, otros se conformarán con levantar los hombros y resoplar. Aunque lo más efectivo sería quedarse con lo bueno del asunto y mandar al jefe de vuelta a Occidente.

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