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Jugar con Barbies Jugar con Barbies

Jugar con Barbies

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Javier Silvestre

Recuerdo que de pequeño me encantaban los coches. Esos de metal, pesados y que vendían al peso en la juguetería de la plaza del Torico (ahora estarían prohibidos seguramente porque entrañarían mil peligros contra mi integridad física). Pocas veces me interesó jugar con muñecas. No por nada, simplemente porque no le veía la diversión a tener una Barbie y peinarla o cambiarle la ropa. Pero me lo pasaba en grande con la granja de los Pin y Pon de Elvira, una vecina del piso de arriba.

Tenía un Scalextric muy chulo pero me gustaba más un párking de cinco plantas con ascensor a pilas que me habían dejado los Reyes Magos en casa de mi abuela María (en aquella época, Papa Noel no sabía muy bien dónde estaba España). Tenía, además, un bote de detergente Colón, forrado concienzudamente por mi madre, lleno de Playmobils: piratas, vaqueros e indios, policías, una tribu africana, un pescador barbudo con pipa… Y aunque ningún juguete casaba en tamaño ni proporciones con el otro, allí estaba yo sembrando el caos en el suelo de mi cuarto día sí y día también.

Un año pedí un coche grande para montarme pero jamás me llegó (no cabría en las alforjas de los camellos, digo yo) y otro año me dejaron un elefante azul bastante feo que era, a su vez, un teclado musical. El día que sin conocerme demasiado me dejaron el juego de Hotel, perdí un buen rato montando los edificios y ahí se quedó la cosa. Un juego de mesa como ése para un hijo único no suele ser un gran regalo, la verdad. Era mucho más divertido el bote de moco verde de los Cazafantasmas que supuestamente no manchaba y había dejado un bonito rodal en la pared del pasillo… O el mejunje que uno elaboraba con los productos químicos del Quimicefa y habían hecho un agujero en el gres de la cocina.

Sin embargo, hoy los Reyes Magos y Papa Noel tienen que sacarse un curso acreditativo de regalos no sexistas, racialmente respetuosos, morfológicamente inclusivos y, si queda hueco, que incluso puedan resultar divertidos para los niñes sin exponer ni una de sus células al más mínimo peligro. El siempre-preocupado-por-nuestro-buen-hacer ministro de Consumo, Alberto Garzón, después de recomendarnos no comer carne en exceso (el que se la pueda pagar), limitar los anuncios de casinos online en televisión (permitiendo que las salas de apuestas se expandan como la variante Ómicron por los barrios de todo el país) y prohiba los anuncios de chocolate para niños en cualquier soporte publicitario, ahora ha decidido aleccionar a los padres sobre cómo deben de ser los juguetes que tengan nuestros hijos.

Para ello ha elaborado una “guía para la elección de juguetes sin estereotipos sexistas con consejos como que los colores de los regalos sean neutros” o que los muñecos “tengan distintos tonos de piel y complexiones”. ¿De verdad es necesario que me digan de qué color tengo que envolver un regalo para ser inclusivo? ¿Tengo que buscar una muñeca con obesidad a mi hije para que sepa que existe la gente con sobrepeso? ¿Pero no hemos quedado que no puede ni oler el chocolate y la bollería industrial? A ver si los pequeños van a acabar queriendo emular a su Barriguitas y se inflan a bollycaos, en vez de querer parecerse al estereotipado-macho-alfa Ken y ponerse fit haciendo dominadas en las barras instaladas en el parque de Los Fueros…

Al final, resulta que da igual lo que los niños quieran. Lo importante es que la infancia quiera lo que algunos dicen que “está bien que quieran”. La diferencia es sutil y peligrosísima. Yo jugué con coches toda la vida, era un zoquete con una pelota en los pies, me pirraban los centenares de clicks de todos los colores, razas y complexiones que tenía en el bote de Colón y no le hacía ascos a dormir con un obeso Gusiluz. Dejemos que los niños jueguen con lo que quieran y eduquemoslos en la tolerancia y el respeto. Pero que nadie les diga con qué tienen que jugar. Y menos aún un ministro como Garzón.

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