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Nadie quiere llevar el paso Nadie quiere llevar el paso

Nadie quiere llevar el paso

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Javier Silvestre

La Vaquilla de los curas. Con esta frase guasona definía un mítico turolense nuestra Semana Santa. Recuerdo que siempre lo decía sonriendo, sosteniendo un chatico de vino en la barra del Isavis’s mientras pasaba la procesión del Viernes Santo por delante. Eran otros tiempos aquellos en los que las procesiones se veían con un silencio sepulcral, tan sólo roto por unas modestas bandas de tambores y bombos de las diferentes cofradías; y con decenas de mujeres vestidas con mantilla y portando unas largas velas blancas detrás de cada paso.

Yo tardé mucho en pasar mi primera Semana Santa en Teruel capital ya que mi familia materna es de Alcañiz y, desde que tengo uso de razón, he salido a tocar el tambor (no con demasiado arte, todo hay que decirlo). Cuando pude comparar me di cuenta de lo poco que se parecen ambas ciudades en esta celebración. En la capital de Bajo Aragón, las familias enteras salimos en procesión, con nuestras túnicas y nuestros tambores, sepamos tocar o no. Recuerdo cómo el último año que mi abuelo Constantino estuvo con vida nos despedimos de él -sin saberlo- arremolinándonos todos bajo su ventana y tocando el tambor. Se me eriza el vello sólo de recordarlo.

Mi abuelo vivía la Semana Santa de Alcañiz desde que era niño y nos la inculcó a todos sus hijos y sus nietos. Él llevaba uno de los pasos de la procesión del Nazareno, hasta que le cedió el puesto a su hijo, mi tío José Antonio. Ahora que él tampoco está, es mi primo Ignacio el que se encarga de que la tradición recaiga sobre sus hombros (nunca mejor dicho). No hacían falta grandes preparativos, ni practicar ninguno de los dos toques de tambor que se repican en Alcañiz para formar parte de su Semana Santa. Tan sólo había que sentirla como propia para ser uno más.

Por eso me chocó tanto la primera vez que estuve en Teruel ciudad una Semana Santa. Tendría unos 14 años y me maravilló lo bien que tocaban los tambores, que tuviese muchas cofradías, que hubiese tantas procesiones por todas partes. Pero, no me escondo, me pareció un acto mucho más prefabricado que lo que había vivido desde niño en Alcañiz. No entendía que la gente saliese en procesión con zapatillas de deporte blancas, que masticasen chicle con la boca abierta mientras limpiaban la corneta, que saludasen a los amigos y posasen para las fotos rompiendo el paso. Me pareció, en cierta manera, más un acto de lucimiento personal que una liturgia religiosa (que, aunque se nos olvide, es lo que es).

Con los años me he ido acostumbrando más a la Semana Santa turolense. Sin duda, los meses de ensayos dan sus frutos, y en pocas partes de España tocarán el tambor como se toca en Teruel. Pero he asistido a cosas tan desconcertantes como cantos de jotas a las vírgenes (como si de una saeta se tratase), bailar pasos en la plaza del torico o innovar con peanas portadas sólo por mujeres. No sé, quizás algo tan encorsetado como la Semana Santa también tiene que modernizarse y mutar en algo que atraiga a los jóvenes. Pero no tengo duda de que las cosas que no son auténticas, a la larga, se acaban desinflando.

Por eso, la noticia que leía esta semana alertando, un año más, de que no hay peaneros para sacar los pasos en Teruel no me pareció especialmente llamativa. ¿Quién va a querer cargar con semejante losa pudiendo lucir ante propios y extraños lo bien que sabe tocar el tambor, el bombo o la corneta? Apuntarse a una cofradía, para muchos, se ha convertido en algo equiparable a tener una peña en la Vaquilla o una haima en Medievales. Y eso, lejos de beneficiar a la Semana Santa, puede acabar sentenciándola a muerte.

Porque cuando uno va a Andalucía, más allá de las saetas y lo recargado de los pasos, se respira el fervor en cada esquina. Lo mismo que si uno acude a Castilla, donde la tradición se transmite de generación en generación, inalterable pese al paso de los años.

Cuando mi padre me cuenta la sobriedad de la Semana Santa de Teruel capital que él vivió cuando era niño y lo comparo con lo que hay ahora entiendo que la frase de aquel mítico turolense ya no tiene demasiado sentido. Hemos ganado en vistosidad, calidad de toques y repercusión turística… Pero, al final, nadie quiere llevar el paso.

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