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Tambores de guerra Tambores de guerra

Tambores de guerra

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Javier Silvestre

Escucho a Pablo Iglesias dando una charla electoral ante los votantes de Podemos en Valladolid y me llaman la atención dos cosas. Primero, que nos avise de que “ahora que no soy político ya puedo decir la verdad”. Y la segunda, la torticera argumentación que utiliza para mostrarse contrario a la guerra que está forzando Rusia. Asegura el ex vicepresidente (metido a tertuliano y podcaster) que “la geopolítica va de intereses, de intereses de Estados y eventualmente de empresas vinculadas a esos Estados”.

No seré yo quien le quite razón al todólogo Iglesias aunque en el caso de Rusia, y dejando claro que yo también soy contrario a cualquier guerra -en la que no duraría vivo ni cinco segundos, como la mayoría de nosotros-, hay que matizar varias cosas. Porque me molesta mucho que en este conflicto se trate de igual a igual a los diferentes actores en esta contienda. Habría que empezar preguntando a algún ruso: no escuchando lo que dicen los políticos de turno, sino lo que alguien nacido y criado en Rusia opina sobre Ucrania.

Cuando le pregunté tiempo atrás a un amigo oriundo de Krasnodar (una ciudad de casi un millón de habitantes cercana a Crimea) qué pensaba sobre Ucrania me dejó pasmado. Su rostro siempre amable -y su educación exquisita- se tornó en un gesto duro y me espetó, con bastante brusquedad, qué “no sabíamos nada aquí de ese tema” y que los ucranianos estaban “liderados por un borracho”. Así de simple y de directo. Intenté que me aclarara su postura, que me contase por qué aquí no entendíamos lo que ocurría allí, pero no conseguí sacar nada en claro. Me impresionó bastante porque es un chico que ha viajado por todo el mundo y jamás pensé que preguntarle sobre Ucrania le iba a molestar tanto.

Recuerdo haber buscado información sobre Ucrania y la obsesión de los rusos por conseguir recuperar parte de ese territorio. Mi curiosidad coincidió con algo tan inofensivo como la celebración de Eurovisión 2017, que debía celebrarse en Ucrania. Los líderes ucranianos decidieron que la sede del festival fuese en Odesa. La elección de la ciudad a orillas del Mar Negro no era casual y es que para Rusia, esta ciudad, fundada en 1794 por la emperatriz Catalina la Grande, había sido de vital importancia comercial durante más de dos siglos. La presión política se impuso y Eurovisión se celebró finalmente en Kiev bajo tras unas durísimas negociaciones y amenazas de los rusos de no participar. Pese a todo, al final Rusia no participó porque Ucrania vetó a la cantante rusa Yulia Samoylova por haber dado un concierto en la recientemente anexionada península de Crimea.

Es decir, que la tensión entre Rusia y Ucrania ni es algo nuevo, ni responde únicamente a intereses de Estados Unidos (que los hay) o a empresas que van a hacer caja con todo esto. Olvida deliberadamente Iglesias que hay un germen histórico de enfrentamientos y mezcla social que hay que comprender antes de hacer según qué afirmaciones propagandísticas.

Y en estos momentos Rusia, al igual que hizo en 2014, quiere arrebatarle un trozo de territorio a Ucrania por la fuerza. La última vez le salió gratis, con unas sanciones económicas que no se materializaron nunca por la dependencia gasista de Alemania y Francia, y la falta de interés de Estados Unidos.

Sin embargo, las fichas del tablero de la geopolítica se mueven mucho más rápido que antes, y Estados Unidos mira hoy con recelo las alianzas entre Rusia, China e Irán. Y no dudan en aprovechar el inmovilismo de Europa, donde la simple amenaza a cortarnos la calefacción ha borrado toda opción a plantar cara al enemigo, sea quien sea.

Rusia es un país donde en 2022 se continúan vulnerando los derechos humanos, donde los homosexuales desaparecen en campos de concentración, donde las mujeres son tratadas como objetos, donde los disidentes son envenenados en plena calle y que no duda en inestabilizar países financiando movimientos separatistas en la sombra.

Quizás Iglesias prefiere no explicarnos que preservar la libertad y la democracia tiene un precio que no todos los países están dispuestos a pagar. Y mucho menos que antepone nuevamente su ideología a los derechos humanos que tanto proclama defender.

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