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Todos tenemos barco Todos tenemos barco

Todos tenemos barco

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Javier Silvestre

Ya lo advirtió Brays Efe, el actor que encarna a Paquita Salas, hace dos veranos. Se preguntaba cómo es posible que llegue el verano y todos tengamos barco. Hemos llegado a un punto que hasta los líderes de la izquierda, como Adriana Lastra, tienen barco… (antes también tenían, pero se cuidaban mucho de mostrarlo a su electorado demostrando, al menos, cierta coherencia).

Sin embargo, ahora todo el mundo pasa sus vacaciones navegando. O eso es lo que exhibe al mundo. Veleros, catamaranes, yates… Fotos con posados de revista pret à porter con gente que lleva un año en el paro, que se queja de su sueldo de mileurista o que son estudiantes y publican este "quiero y puedo" junto a las imágenes del último botellón que hicieron en un parque saltándose el toque de queda.

Al igual que ir de vacaciones se convirtió en un derecho conquistado por los trabajadores hace un siglo, ahora la nueva meta del proletariado es tener barco. O alardear de ello al menos. Se trata, en definitiva, de emular al patrón del que tanto se despotrica en invierno, pero al que envidiamos cada vez que plantamos la toalla en la incómoda arena. Porque, ¿a quién no le gusta vivir a cuerpo de Rey? Es algo que no entiende de ideologías… Sólo hay que recordar cómo los mayores líderes de las revoluciones sociales de la historia acababan viviendo en los palacios de los zares rusos.

Yo, la primera vez que alquilé un barco y me sentí un emperador (o un líder socialista del siglo XXI) fue cuando tenía 35 años. Llevaba más de 15 años trabajando y en un viaje a Ibiza se acercó una chica a la toalla en la que estábamos un grupo de amigos y nos lo ofreció. Echamos cuentas y no salía tan caro pasar un día navegando con capitán incluido. Así que decidimos darnos el capricho y emular, por un día, a los que tienen seis ceros en sus cuentas corrientes. Fueron siete horas de travesía en las que no faltaron las fotos para mostrar al mundo que nosotros "también teníamos barco".

Mis anteriores experiencias en barcos habían sido de prestado. La primera, con la veintena bien cumplida. El típico amigo de un amigo de Barcelona con padres empresarios y forrados que nos invitaba, de vez en cuando, a su mega apartamento de La Pineda (Salou). Era otro nivel. Podías elegir dormir en el velero que tenían en el puerto deportivo o en el yate. Pedíamos Telepizza que nos traían a la orilla de la playa y que íbamos a buscar en motos de agua. Y en el yate no faltaba jamás la paella familiar de los domingos. El padre la cocinaba con esmero, el servicio se encargaba de lavar los platos. Tenían normalizada una vida que a mí, chico turolense acostumbrado a las piraguas del pantano, me fascinaba. ¿Cómo no querer esa vida? ¿Cómo no querer tener un barco? O dos...

Unos años más tarde disfruté, en varias ocasiones, de salir a navegar con Luis del Olmo. Él lo tenía claro: no merecía la pena tener barco y era mejor alquilarlo cada verano. No salía a cuenta si no vivías todo el año en Roda de Barà (Tarragona) porque entre el amarre, el mantenimiento anual del casco y otros miles de gastos asociados a la dichosa embarcación la broma salía cara.

¿Pero cómo no vamos a desear tener barco en verano? Si hay una experiencia mística que te convierte en barquista es ir a Mallorca y caminar 45 minutos bajo un sol abrasador, cargado con nevera y sombrilla, hasta la playa de Es Cargol. Los que hemos hecho semejante hazaña digna de un triatleta nos hemos encontrado que, en vez de un paraíso desierto, había centenares de personas ocupando la playa sin haber movido un dedo. Decenas de barcos frustran las expectativas del esforzado caminante que es consciente, en ese momento, de que el mundo se divide entre los que van a pie y los que van en barco. Y cómo no, uno siempre elije subirse al carro de los que surcan los mares entre botellas de Moët de Mercadona y selfies con iPhones pagados a plazos.

El problema de que todos tengamos barco es que ya ni es algo exclusivo, ni mucho menos cómodo. Esta semana nos costaba encontrar hueco para echar el ancla en las atestadas calas de Formentera. Era la M-30 del Mediterráneo, con atascos incluso para volver a puerto. Así que hemos decidido que, cuando nos lo podamos permitir y bajen precios, el siguiente reto será el turismo por el espacio. Aunque viendo cómo somos los humanos es cuestión de tiempo que todos tengamos nave espacial. Esto promete.

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