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Y los palmeros lo saben Y los palmeros lo saben

Y los palmeros lo saben

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Javier Silvestre

Es complicado transmitir lo que se siente frente al volcán de La Palma. Era el segundo que veía en mi vida, pero nada tiene que ver con el que grabé en la isla de Reunión (Francia) hace tres años. Este gigante palmero de fuego y lava se esconde durante la mayor parte del día entre su irrespirable humo y sus espesas cenizas. Es complicado verlo a simple vista, pero su rugido no cesa nunca. Jamás. El volcán respira por sus bocas al tiempo que exhala bombas de roca fundida a decenas de metros de altura. Y la lava se transforma en una humeante masa viscosa y oscura que parece inofensiva. Pero no lo es y eso los palmeros lo saben.

Sólo cuando cae la noche, el monstruo se muestra con toda su belleza. Los sopletes del cono principal silvan atronadores sin cesar mientras, un poco más abajo, se forma una especie de marmita donde chisporrotea la roca líquida. La lava desciende ladera abajo a toda velocidad y durante siete kilómetros la isla resplandece en mitad de la oscuridad destruyendo todo a su paso. Es un espectáculo hermoso y cruel al mismo tiempo.

Lo que más nervioso pone a todo el mundo es cuando el volcán enmudece. Lo hace de vez en cuando, sin avisar y durante cinco o seis segundos. Ese silencio detiene el tiempo. Todo el mundo deja lo que está haciendo, levanta la mirada con miedo y aguanta la respiración. Hasta que truena de nuevo, con más fuerza si cabe, para alivio de todos. ¡Qué paradójico resulta que sea el rugido de la bestia lo que nos tranquilice!

Los que lo han perdido todo no pueden sacarse ese zumbido de la cabeza. Ese trueno eterno que emana del Cumbre Vieja y que les martillea en la cabeza. Saben que todo está perdido, pero agradecen estar vivos para contarlo. Porque sólo la fortuna quiso que el 19 de septiembre la erupción se produjese en mitad de la nada. Y eso los palmeros lo saben. No es de extrañar que cada vez que tiembla el suelo tengan miedo; que cada vez que ven en el horizonte una nube que parece brotar del suelo piensen en que se ha abierto otra boca; que algunos sólo piensen en irse de su isla para empezar de cero.

Porque si algo nos ha demostrado la bestia es que es impredecible e indomesticable. Se ha perdido la fe en los expertos que ven normal todo cuanto ocurre para ocultar que no tienen ni idea de lo que hablan. Son tarotistas de la vulcanología con predicciones tan abiertas que demuestran lo perdidos que van. Y eso, los palmeros lo saben.

Ahora llegan las promesas, las lluvias de millones, el ‘qué hay de lo mío’. La Palma es el epicentro del mundo durante horas, con televisiones de los cinco continentes, geólogos llegados de las antípodas y curiosos cargados con cámaras de fotos y los bolsillos llenos de dinero. Todo el mundo en la isla conoce a alguien que lo ha perdido todo. Son isleños, son familia, son piña. Por eso desconfían del foráneo aunque saben que serán su única salvación. Porque cuando se apaguen los focos, se marchen los vulcanólogos y el Cumbre Vieja sea un frío recuerdo sólo se tendrán los unos a los otros de nuevo. Y eso, los palmeros ya lo saben.

Yo dejo atrás una experiencia periodística irrepetible. Pero también una lección personal marcada a fuego. Jamás antes vi que algo uniese tanto a todo el mundo. Absolutamente todos los vecinos de La Palma han sido uno, los cuerpos de seguridad desplazados a la isla han sido uno, incluso los siempre egocéntricos periodistas hemos trabajado como si fuéramos uno. De la lava, el ruido ensordecedor, los gases tóxicos y las fajanas ganadas al mar no podrán olvidarse nunca. Que nosotros nos olvidemos de ellos cuando todo esto pase se da por descontado. Y los palmeros lo saben.

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