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Mario Hinojosa

Ella cruzó el puente de piedra de Fortanete como si caminara sobre el de Carlos en Praga. Miró pensativa las aguas del río Pitarque que le parecieron tan enigmáticas como las cobrizas del Moldava después de la tormenta.

Y miró el horizonte y allí estaba, visualizó una estructura en piedra seca que parecía diseñada por el mismísimo Dédalo o imaginada por la hipnótica mente de Guillermo del Toro. Una maravilla encapsulada en el paisaje del Maestrazgo donde se multiplicaban los muros, las puertas visibles y las invisibles, donde la vegetación salvaje y la domesticada convivían en un delicado equilibro.

Y esta Ariadna turolense avanzó sin hilo, no lo necesitaba, tampoco a Teseo, y sintió que de golpe había aterrizado en el Callejón del Oro de Kafka, una mímesis de miniaturas tan perfectas como solitarias.

Sólo guiada por el instinto, y bailando enloquecida con Amaral y su canción Laberintos, avanzó sin miedo, y atravesó encrucijadas escuchando la voz de argentino de Bruselas de Julio Cortázar que le susurraba al oído: “El minotauro es un ser inocente que vive con sus rehenes, que juega y danza a su alrededor y ellos son felices en ese laberinto”.

Y que al poco, siguió diciéndole con su voz atropellada de erres que eran ges, que el minotauro, el monstruo, la bestia, era el poeta, el hombre libre, el hombre diferente al que la sociedad, el sistema, encierra inmediatamente.

A veces los mete en clínicas psiquiátricas y, a veces, los mete en laberintos. Y allí lo encontró rodeado de caballos blancos, de jaulas abiertas, de alambres rotos y de felicidad.

Le cogió de la mano con delicadeza y lo llevó al otro lado del puente para que viera cómo en las calles de Fortanete los niños inventaban las sonrisas del verano, las bicicletas tenían alas tan hermosas como las de Pegaso, y los girasoles custodiaban los columpios para que Van Gogh se asomase cada día a la ternura de los juegos rilkeanos de la infancia.

Y en cada rincón encontraron una voz amable, Ángel hablando de seres lejanos y vivencias cercanas, de historias compartidas y otras delirantes como la del tronco de un finísimo y resbaladizo pino que servía para encontrar al nuevo rey Minos. Y pasearon por una serpenteante arquitectura ideada para albergar a varios miles de personas de las que apenas quedaban doscientas, la alquimia inversa, la división de los panes y los peces.

Y de pronto doblaron una esquina como el que dobla una hoja de papel y descubrieron un exótico hilo de naturaleza colgante, y sintieron que estaban en los Jardines de Babilonia a escala microscópica, y se quedaron allí, mudos, impactados en el vergel de la Casa de El Batidor, y disfrutaron con la charla de Mª Luisa disertando sobre Orquídeas silvestres con una pasión y un entusiasmo tan envolventes como contagiosos.

Ella volvió a cruzar el puente, regresó con el monstruo a ese espacio único que había descubierto. Había recuperado el placer simbólico de amar, había encontrado su lugar en el mundo. Y mientras iban de la mano por una serie de misteriosas bifurcaciones, ella pensaba que al final había conseguido salvar a la bestia, aunque en el fondo intuía que había sido la bestia la que la había salvado a ella.

 

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