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Sin carbón, no hay Reyes Magos Sin carbón, no hay Reyes Magos

Sin carbón, no hay Reyes Magos

Mario Hinojosa

Cruzar el túnel de San Just es convertir la eternidad en un espectáculo irreversible de recuerdos que confluyen en una niebla hecha de viejos y quiméricos sueños.

La conquista de un mundo agreste que surgió del útero materno de la Tierra para tiznar rostros y más rostros que hoy ya sólo se acumulan en desvaídos fotogramas del abandono, pero que aún, cuando bajas la guardia, te clavan sin piedad su mirada y te piden que no los olvides.

Adrián, Bruno y Martín observan todo con tanta estupefacción como incomprensión, mis hijos me piden explicaciones, ¿qué es aquello?, ¿una estación interestelar?, ¿el faro del fin del mundo? No, la Central Térmica de Escucha. ¿Y para qué sirve?, ¿qué se hace allí? Nada, ¿nada?, yo tampoco lo entiendo, me quedo sin respuestas, sólo soy capaz de hablar en pasado.

Me invade un furor amargo, como si de golpe sintiera que el tiempo se despelleja, o lo que es lo mismo, como si se corporeizase el fracaso. Y acceder a un jardín de esculturas imposibles, y escuchar a Juanjo, un voluntario en el papel de guía, hablar sobre las Barriadas del Sur, sobre préstamos, sueldos, bandas de música; y otras cosas, de su cabeza brotan datos, anécdotas, sonrisas de algo que no me pertenece y que a veces soy incapaz de interiorizar.

En un pequeño andén, tan misterioso como minimalista, le decimos adiós, y tomamos un tren hacia el Pozo de Santa Bárbara, un traqueteo restaurado entre los cardos y los desfiladeros, una locomotora y unos vagones que se mueven con un ritmo frenético, como si fuese una pieza de Yann Tiersen. Tiene algo de juguete, como los trenes que me traía mi abuelo desde Granada en los ochenta para recordarme que en otra vida fue maquinista, y en otra vida, tal vez fue feliz. Y mientras pienso en todo eso, en mi cabeza José Ignacio Lapido pone banda sonora al momento y me habla de lo que veo y lo que intuyo, líneas paralelas donde nunca se ve el fin, quizá esa última palabra haya que borrarla del diccionario de este lugar.

Mis hijos siguen con sus preguntas infinitas intentando comprender algo, y llegamos a una estación. Me emociona pensar que es como si estuviésemos en la Termini de De Sica  con Jennifer Jones y Montgomery Clift. Al salir de allí, una enorme estructura nos da sombra, y me impresiona tanto como Monica Vitti caminando como un fantasma, frágil, traslúcido, hermoso y delicado por aquel Desierto rojo de Antonioni. Galerías, vagonetas, lignito, lámparas, mercurio, autorrescate, un puñado de términos que flotan en suspensión como una madeja deshilachada de algo remoto, algo que tal vez nunca sucedió.

Otro voluntario, Antonio, ingeniero de minas, nos señala dónde queda el Pozo de Santa Bárbara, y yo que creo poco en santos pienso en el Eladio Linacero de Juan Carlos Onetti protagonizando con escepticismo una escena en la que unos mil seiscientos trabajadores recorren enloquecidos ese hormiguero mecanicista y alienante. Desde el hospital, hasta la escuela pasando por el lavadero para entender que MFU son algo más que tres letras en Utrillas, tal vez una mística sutil, tal vez un oprobio, una condena o una salvación, en eso pienso mientras la amnesia empieza a acariciar el paisaje.

Y ponemos en Spotify Los días raros de Vetusta Morla y atravesamos el túnel de San Just a la inversa, al poco rato por el retrovisor veo a tres niños dormidos que quizá algún día encuentren esas respuestas que buscaban entre tantas cicatrices, o sean capaces de hacer un torniquete a esa sangre negra que ya se filtra para siempre en sus pequeños corazones.

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