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Ser un cateto Ser un cateto

Ser un cateto

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Cuando aparcamos en Andorra un 7 de septiembre para las fiestas de San Macario, Paula sacó del bolsillo los 200 euros que traía para que no nos quedáramos sin efectivo durante la borrachera, porque daba por hecho que no habría un cajero automático en toda la comarca.

Conforme pasaban las horas y bebía más cerveza de peña en peña, todas gratis, me compartió su asombro de que las calles estuvieran asfaltadas, de que no vio ni una sola oveja y de que hubiera dos colegios. “¡Si hasta tenéis centro médico!”.

Que mi pueblo no era tan pueblo, me soltó, cuando dábamos la espalda a Molina de Aragón, de regreso a Madrid. Entonces vi la película que se han montado en las ciudades sobre qué es un pueblo y cómo se vive aquí: todos con boina, pantalones de pana y una cuerda atada a la cintura, el entrecejo sin depilar; analfabetos perdidos los zagales, sus padres y los abuelos; rodeados de tierra y animales sin más oficio que ser ganadero o agricultor y sin más ocio que ir de caza o a la pesca o a echar la partida al bar. Luego va, llega la vida, tan pancha, te invita a las fiestas de un pueblo y te vuelves a casa sin tu película.

En una jarana en la ciudad, a mi colega Carlos le preguntaron que en provincias a qué edad se casa uno. Como si aquí llegara el cura y te pusiera la fecha de la boda. Que pasen los siguientes.

No, los pueblos no son una mera fuente de alimento para llenar las neveras de toda España o una mera fuente de energía para que los de ciudad puedan encender la calefacción. No, la gente no pasea en taparrabos, como escupe cuando puede con mucha gracia un alto cargo del PSOE de Teruel para despreciar a Teruel Existe. No, a los de pueblo no nos tienen que desasnar.

El asturiano Juan Cueto hablaba ya en los setenta de que reírse del pueblerino en la ciudad es una de las maneras más eficaces que existe para vacunarse contra el fantasma del aldeano que todos llevamos dentro, vivamos aquí o allí. Qué gran verdad, aunque cuarenta años después a uno le sigan tratando de cateto por ser de pueblo y nadie tosa a los paletos de ciudad cuando pinchan sus burbujas y muestran ante el mundo su verdadera identidad.

¿Qué me dicen de los que se van de escapada rural a un sitio sin cobertura pero levantan el móvil cada minuto porque no pillan wifi? ¡Ni una raya! Luego están los valientes que se arriman a las vacas para acariciarlas, pero echan a correr si mueven el rabo o pestañean. ¿Y los que preguntan si esto es una vaca o un toro?

También frecuenta un perfil de gente que llega a cualquier pueblo y tira fotos a todo lo que ve: a una farola, a una cabina telefónica, a un tejado, a la panadería, a una calle, aunque sea la más fea del mundo.

Lo que más les enloquece es retratar a los viejos: cualquier señor que tenga entre 83 y mil cien años les vale. En cuanto trincan cobertura, la cuelgan en esa eternidad efímera que es Instagram y respiran cuando alguien pregunta dónde es: en el culo del mundo.

No sé si saben que se ha puesto de moda pagar por ir a coger olivas y, de propina, te regalan una botella de aceite. ¡Y tan felices! Por ver, he visto hasta carteles que promocionan excursiones -previo pago- para los atrevidos que quieran meter la mano en un gallinero de verdad, con gallo y gallinas, y recoger el material. Les suele dar bastante grima eso de clavarle el dedo allí mismo y sorber, para sentir el gusto que da tragarse un huevo recién puesto. “¿Beberme yo esas babas crudas gelatinosas? ¡Qué asco!”, se escandalizan. “¿Pero la gallina está vacunada?”. ¿Acaso no buscan una experiencia vital?

Cuenta la leyenda que la primera vez que la pija más pija de entre las pijas pisó un huerto arrancó un pepino, lo miró de cerca, lo tiró, se levantó y gritó: “A mí los únicos pepinos que me gustan son los del sex shop”. ¡Anda! ¡Pero qué lista!

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