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Por Eduardo Albalat
 

Volvía, como cada domingo, por la calle del cementerio a las afueras del pueblo.

Aunque ya había anochecido y su figura era solo una sombra podía sentir las miradas de desprecio de esos hijos de puta sentados en la terraza del bar, clavándose en él y oía, sin escuchar, sus risas y esa palabra, “cobarde”, que resonaba en su cabeza como un latigazo.

Miguel siempre había estado dominado por el miedo, un pánico incontrolable que no le dejaba vivir. Lejos de encontrar ayuda para superarlo, se convirtió en una tortura con la que los indeseables que lo rodeaban lo atormentaban. Llevaba grabada esa palabra a fuego, con la voz de su padre cargada de desprecio, cada vez que el miedo lo agarrotaba cuando se quedaba solo, cuando caía la noche o cuando el perro se le acercaba un poco. Resonaba en la voz de sus compañeros de clase, en la niñez y en la adolescencia, esos que hoy desde la terraza del bar se lo recordaban.Se la decía a sí mismo cuando Manuela, la sobrina de sus vecinos, que venía a veranear al pueblo, le dirigía una mirada y él, enamorado hasta las trancas, solo era capaz de esquivar su mirada y huir.

Vivía recluido en su casa y en sí mismo. Cuando tuvo la oportunidad de ir de voluntario a la mili se largó del pueblo con la intención de dejar todo aquello atrás. No lo consiguió. Su periplo castrense no hizo más que aumentar el peso de su losa. Blanco de las burlas de sus mandos, carne de calabozo y objetivo perfecto de las putadas que perpetraban sus compañeros. Un calvario que no paró hasta el día que se les fue la mano y Miguel cayó de un tejado del cuartel. Tras cuatro meses de hospital acabó licenciado y con una invalidez por una pierna destrozada. Fue al final de su ingreso cuando recibió la noticia de la muerte de su padre; no sintió nada, fue casi un alivio pensar que no volvería a ver la cara de ese bestia. Al salir del hospital volvió al pueblo. Sin la presencia del viejo se acostumbró pronto de nuevo a su casa, y dada su nula vida social podía apañarse perfectamente con su pequeña paga. Así transcurrían sus días, saliendo lo justo para comprar algo de comida y aseo y a dar un paseo cuando caía la noche para evitar encontrarse con nadie.

Una noche de verano, a través de su balcón abierto, escucho su risa contagiosa, su voz inconfundible. Se asomó discretamente. Allí estaba Manuela, radiante, convertida en una hermosa mujer. Cuando en una de esas carcajadas miró hacia arriba sus miradas se cruzaron; él se retiró azorado y con el corazón a mil. Pasaron varios días hasta que se atrevió a salir para no encontrarla. Se limitaba a escuchar su voz y su risa cada vez que entraba o salía de casa. Fue un domingo cuando decidió dar de nuevo su paseo; vigiló que no hubiese nadie en la calle y salió, pero solo había recorrido unos metros cuando la oyó.

—Miguel.

Él se detuvo, se dio la vuelta y la vio, mirándolo fijamente a los ojos. Se acercó y cogiéndolo de la mano le dijo:

—Ven aquí, tonto, que yo te voy a quitar el miedo.

No mediaron palabra. Tirando de su mano lo llevó por la senda del pantano; el atardecer se había teñido de un rojo intenso como nunca lo había visto. Al llegar a la orilla se puso frente a él y dejó caer al suelo el vestido ibicenco que llevaba como único atuendo y, completamente desnuda, lo besó. Sin saber cómo reaccionar, Miguel se dejó llevar por ese torrente de sensaciones desconocidas para él.

Los primeros rayos de sol los sorprendieron tumbados en la hierba, desnudos, abrazados y exhaustos. Jamás en la vida había sentido algo como el roce de esa piel, y deseaba no dejar de sentirlo nunca. Incorporándose un poco dijo ella:

—Vamos a darnos un baño.

—No, yo no sé nadar.

—Bueno, pues espérame aquí, iré yo sola.

A regañadientes la dejó desenredarse de sus brazos y vio cómo su cuerpo iba sumergiéndose en el agua y nadaba aguas adentro. Mientras su cabeza trataba de ordenar todo lo que había sentido esa noche, escuchó como ella le gritaba mientras braceaba. Se quedó paralizado unos segundos, luego corrió hasta el agua y trató de avanzar torpemente sin éxito. Cuando volvió con ayuda solo pudieron sacar su cuerpo lívido del pantano.

La gente volvió a llamarlo cobarde y él también. Miguel se recluyó en casa de nuevo y sus paseos diarios se limitaron a ir cada domingo al cementerio. Mil veces pensó en quitarse la vida para reunirse con ella y mil veces fue incapaz de hacerlo, pero no por miedo a la muerte sino por miedo a que ella no le perdonase lo que él creía fue un acto de cobardía.

Aquel domingo se dispuso a cumplir con su ritual, se echó una siesta, como cada tarde, pero se despertó agitado, sudoroso. Sentado en la cama a oscuras, intentó recordar, sin éxito, su sueño. Había sido agradable, recordaba con vaguedad haber visto la cara de Manuela, como tantas otras veces, pero no conseguía hilar la historia. La veía diciéndole algo, pero no podía recordarlo. Fue al levantar la persiana cuando algo transformó su cara, su rictus esbozó una especie de sonrisa y su corazón latió con fuerza. Esa luz, era esa luz, ese atardecer rojizo, inmenso, solo lo había visto una vez en su vida, y aunque fue muchos años atrás, lo recordaba como si hubiese sido ayer. Se vistió apresuradamente, cogió un macuto y metió una botella de vino y un par de copas, agarró la escopeta y sacando un cartucho de un cajón lo metió en su bolsillo y se dispuso a salir. De repente se detuvo y, vacilando unos instantes, metió mano al cajón y cogió dos cartuchos más, pero estos los metió en el cañón de la escopeta. Salió y enfiló el camino del cementerio. Al llegar a la altura del bar se detuvo un instante y sin apuntar demasiado, descerrajó los dos cartuchos contra las mesas de la terraza. Llegó justo a tiempo para terminar de ver el atardecer junto a ella. Se recostó en el muro, junto a su cruz blanca, llenó las copas de vino, le dejó una a ella y apuró la suya de un trago. Se empezaban a oír voces airadas acercándose. Cargó la escopeta de nuevo y metió el cañón en su boca sintiendo sabor del acero en su lengua; la pólvora recién detonada le provocó un poco de tos. Fue entonces cuando se le aclaró la mente y volvió a ver nítidamente la cara de Manuela y escuchó con toda claridad lo que le había dicho en su sueño: “Ven aquí, tonto, que yo te voy a quitar el miedo”.

Justo cuando los hombres entraban por la puerta del camposanto, volvió a colocar el arma en su boca y supo con toda seguridad que, esta vez sí, iba a encontrarse con ella.

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