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The book lover The book lover

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Por Víctor M. Lacambra
 

Hay mucha gente aburrida en su trabajo. De hecho así de cabeza, miles de escritores, millones de libros de todo tipo; construye tu molino para el huerto, puedes ser un imbécil, si te lo propones, versículos y kamasutra en la historia.

Existe mucho aburrimiento y pocos camareros.

—Esto es un sin dios— espetó Benja desde la esquina del bar. Quiero un libro y una birra bien fría. Genaro con aterciopelada galantería le contestó con algodonada delicadeza.

—Si quieres un libro vienes hasta aquí, de paso pagas, y te llevas la birra.

Para Genaro su vida era un TikTok continuo desde que se levantaba de la cama hasta el lavado de dientes final. Todo el día peleando. Nadie tenía ninguna duda de su escaso interés por socializar, era materialmente imposible. Si Orwell levantará la cabeza tendría dos millones de seguidores, habría grabado videos de la guerra civil en Huesca y Barcelona, estaría forrado con los vídeos de YouTube y viviría en Andorra. Genaro no tenía nada de Orwell.

Genaro no se aburría, en absoluto. Por suerte o desgracia heredó una biblioteca de cinco mil libros y un bar. La sorpresa al leer el testamento de su padre es que no había dinero, su padre le legó libros y botellas de alcohol, a miles. Tras la lectura de su futuro eterno anduvo un tiempo dubitativo. Salir, beber o leer, esa era la cuestión. Como cualquier personaje hamletiano de pro y, así se consideraba, su futuro se representaba con dos imágenes caóticas, la de una cirrosis galopante en su cuerpo o el hambre ancestral. Ante la duda eligió el equilibrio emocional. Derrumbó el bar e instalo los cinco mil libros de su padre. Entre la Odisea y la Biblia, la barra del bar. Al lado el servicio de señores la novela exótica y en la entrada las novedades del planeta. Con el paso efímero de los primeros días fue acomodando todos los libros a su gusto y semejanza. En el Nombre de la Rosa, el rótulo del Libro-Bar, con cartel morado y luces de neón. Genaro luchó como su padre, un prestigioso abogado con una pena permanente en el rostro.

A la zozobra y angustia de aquellos meses de caverna indolente recordaba los momentos vividos junto a su padre y, por desgracia, se situaron pareadas las muestras evidentes de pérdida de salud asociada a los malos hábitos y al nuevo negocio.

Genaro no se conformaba con servir bebidas conocía que era la falta de amor lo que llena los bares y no dejaba de parlotear con la clientela. Aconsejaba, recetaba y poco a poco se fue desprendiendo de la herencia de su padre a peso. Genaro era feliz con sus clientes felices. Genaro no sospechaba nada de nada. Nadie intuía la edad de Genaro. En las noches impregnadas de alcohol y uso terapéutico de la marihuana narraba sus historias para no dormir. La anécdota más comentada era el último whisky que le sirvió a Pérez Reverte antes de ir a Bosnia, y aquella con Vázquez Montalbán, discutiendo sobre la conveniencia del protagonismo de Pepe Carvalho o de Jose Mourinho.

Genaro era una enciclopedia andante, con dos piernas y dos brazos que apenas se separaban de su cuerpo para ofrecer de buen grado, una sugerencia o una copa de fernet. Genaro no usaba móvil, tablet, ni todos los modernos inventos del diablo. Condensaba toda la información en su pequeña cabeza. Cierto es que su carácter amable lo convertía en un monstruo en las discusiones o debates encendidos. No toleraba la altiva inteligencia de los literatos aventajados, ni a los mentirosos compulsivos inventariados de chismes o maldades. La historia se respira, decía. A ver si un día viene un personaje del siglo XIX y os cuenta sus milongas, gritaba a la parroquia como un loco. Era evidente que entre Julio Verne y el Bosón de Higgs, Genaro prefería al capìtán Ahab.

Genaro en el fondo era un buen hombre o un hombre bueno, según se contemple. Genaro no era racista, ni católico, monárquico o comunista, aunque pasó por el trullo una buena temporada por descubrir a un abogado corrupto, su propio padre, con las manos en la masa. Pero esa es otra historia.

Genaro no es alto ni bajo, ni rubio ni moreno y cuando llora sus ojos son verdes, como el agua del mar al atardecer. Sus largos brazos y anchas manos son capaces de abrazar a dos personas a la vez y el gesto de rascarse la nariz delata sus mentiras.

Genaro tiene una hermana independentista en Vic y un hermano comparsista en Cádiz. Los ve unos pocos días al año cuando viaja sin rumbo durante una semana por España. Genaro no tiene más familia. La soledad no es una situación, es un estado civil. Así pasa la vida Genaro, entre libros, copas y la partidita de poker de los sábados. La timba se alarga hasta el domingo y descansa el lunes.

Una vez estuvo a punto de perder toda su vida en una partida. Apostó toda su vida por un póker de reyes. Agustín lo miraba compungido con una escalera de color. A partir de aquella noche se impuso una norma básica en el Libro-Bar, no más de mil por apuesta y jugador. Así se sentía feliz. No necesitaba más. La fortuna sonrió en su cara el día que salió de la cárcel.

Genaro sentía la llegada inevitable del ocaso vital. Algunas noches cuando hablaba del futuro lo hacía con distinguida milimétrica precisión. El pasado había quedado atrás. Era un estorbo que se amontonaba diletante en la última caja del almacén de los recuerdos. Pocas veces, aun estando borracho hablaba del paso del tiempo, su dicotómica distinción cerebral calibraba muy bien el carpe diem y la asistencia vital. Minuto que vivo minuto que disfruto —repetía—. Así Genaro encadenaba una noche con otra, una copa, tras otra copa, un libro, tras otro y así en plural toda su puñetera existencia.

La renuncia a una vida cómoda se vio en su momento como una anunciación prodigiosa en el hecho disconforme de la utópica salida razonable. Genaro asumió, no sin cierto orgullo impostado, el acercamiento a la vida plena enarbolando la bandera de las paradojas. Sintió en su carne la necesidad de disponer de su cuerpo y su mente al servicio del intelecto. Reunía pruebas de su magnánima inteligencia y sutil humildad, si bien, hacia el final intuyendo la llegada a la hoguera eterna, Genaro pidió perdón, reconoció sus pecados y errores y descansó. En ese momento sintió frío y repitió por dos veces…

• Yo no soy el dueño de mis emociones.

• Yo no soy el dueño de mis emociones.

Genaro cayó en un profundo sueño, mientras sonaba el cuarto movimiento de Robe Iniesta y salió volando del Libro-Bar “El nombre de la rosa”.

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