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Apocalipsis de serie B Apocalipsis de serie B

Apocalipsis de serie B

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Javier Silvestre

Soy de esa clase de personas que se ha visto todas las películas apocalípticas del catálogo de Netflix, Amazon Prime, HBO Max y demás plataformas analógicas y digitales. Estoy acostumbrado a ver cómo el planeta se destruye de diferentes maneras: asteroides gigantes, glaciaciones mundiales, tsunamis de lava, terremotos apocalípticos y, no pueden faltar, las amenazas nucleares entre Occidente y la nación mala de turno.

No sé si eso me prepara más o menos para afrontar la realidad que estamos viviendo y que no es ciencia ficción, sino algo real que no sabemos aún de qué manera acabará. Yo intento engañarme y pensar -al igual que muchos de ustedes- que no llegará la sangre al río y que, al igual que pasó con la crisis de los misiles de Cuba, habrá un momento de lucidez entre los que pueden hacer que todo salte por los aires.

El problema es que "los dirigentes de antes no son los de ahora". No lo digo yo. Lo dicen todos los expertos en inteligencia militar y geopolítica que conozco. Incluso los menos agoreros están francamente preocupados. Y me dicen que Putin no es Jrushchov, que Biden está lejos de tener la lucidez de Kennedy y que los otros actores en liza (Corea del Norte y China) no ayudan a que la película acabe bien.

Desde aquella crisis de 1962 existe el famoso teléfono rojo, un sistema de comunicación cifrada que ponía en contacto directamente a la Casa Blanca con el Kremlin. Un teléfono que si bien ha tenido momentos calientes en los años 70, no se usaba desde 2016, cuando Obama llamó a Putin para exigirle que no "perturbase" las elecciones presidenciales que iban a celebrarse a los pocos días.

Sin embargo, la situación es tan delicada que esta vía cifrada de comunicación entre Washington y Moscú echa humo desde hace varias semanas. No es para menos, porque el órdago nuclear "no es un farol", tal y como ya advirtió el presidente ruso. Y a mí me intranquiliza que un señor que se baña en hielo, caza osos con las manos y tira por la ventana a todos los que le llevan la contraria tenga la llave de un posible enfrentamiento nuclear.

También me inquieta que el rival que debe garantizar el futuro de lo que los estadounidenses denominan "el mundo libre" no sepa ni en qué año vive y, si me apuran, al que le tienen que recordar que respire cuando empieza a ponerse azul. Eso por no hablar del norcoreano, que juega a ver quién la tiene más grande (el arma nuclear) y se dispone a probarla en los próximos días.

Si tuviese que hacer el guión de la película apocalíptica que nos está tocando vivir, no sabría si enfocarlo como un drama hollywoodiense o como una comedia de los Monty Python. Porque si algo me da miedo es pensar en manos de quién estamos.

Sólo faltaría meter en el reparto a Trump, que hizo instalar un botón rojo en el despacho Oval con el único objetivo de reírse de sus invitados. Cuando lo apretaba, se encendía una luz al otro lado de la puerta con una orden clara y directa: que le trajesen un Coca-Cola Light bien fría. Putin tiene otro igual, pero para pedir té a uno de sus ayudantes.

Con semejantes actores protagonistas dudo mucho que alguien, en el último segundo, pueda salvarnos de este apocalipsis de serie B. Esto no promete.

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