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Astérix y Obélix Astérix y Obélix

Astérix y Obélix

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Javier Silvestre

No entendí, hasta que me fui a estudiar a Barcelona, lo que es ser bilingüe. Antes, cuando veía a valencianos y catalanes pasear por la plaza del Torico y hablar en catalán me molestaba. Más tarde, cuando yo mismo hablaba en catalán con amigos de Barcelona en nuestra modernista plaza turolense, comprendí lo equivocado que estaba respecto al supuesto conflicto idiomático. Es cierto que corrían otros tiempos, que el uso de la lengua no se había convertido de forma tan evidente en un arma arrojadiza.

Es más, cuando llegué a la facultad de Ciències de la Informació no hubo problema en dar las clases en castellano (durante un tiempo prudencial, eso sí), para que los que veníamos de fuera pudiésemos ir adaptándonos. Yo tenía mucho interés en aprender catalán y no tuve demasiados problemas en chapurrearlo en pocas semanas y dominarlo a los pocos años. Al fin y al cabo, quería vivir en Barcelona y la lengua iba a ser mi mayor herramienta de trabajo.

A día de hoy, 20 años después, sigo hablando en catalán con muchos amigos a los que conocí en esa lengua. Lo hago en Madrid, donde algunos de ellos se han venido a vivir por motivos laborales. Y me encanta hacerlo porque así desempolvo un poco el vocabulario que se va oxidando con el paso del tiempo. Es más, si me presentan a algún catalán no tardo en decirle algo en su lengua para dejarlo boquiabierto. El catalán es un motivo de unión, de acercamiento y de complicidad. Así de simple y de maravilloso.

Como lo es el castellano cuando uno se va a las antípodas y oye a alguien hablando en una lengua familiar. Como lo es el inglés cuando te presentan a gente que acaba de llegar a la ciudad o cuando estás visitando a amigos en cualquier país del mundo donde tu única forma de comunicarte es tirar de la lengua comodín. Sin embargo, el catetismo en el que se está viendo inmersa la sociedad en general (y la catalana en particular) está convirtiendo lo que es todo un regalo en el enésimo motivo de confrontación politizada.

Porque, hasta hace pocos años, el catalán y el castellano convivían sin problemas en una Cataluña mucho más abierta y plural, donde la mujer del entonces president de la Generalitat le llamaba a gritos en un supermercado en castellano: “¡Arturo, vine!”, le decía ante la sorpresa de los que presenciábamos la curiosa escena. Eran tiempos en los que las ruedas de prensa se hacían en los dos idiomas y se priorizaba al compañero que tenía más prisa porque su informativo, simplemente, empezaba antes.

Eran años en los que en La Rambla el idioma mayoritario era el inglés, en los que en los patios de los colegios los niños hablaban libremente en castellano o catalán en función de los dibujos que veían en la tele, en los que las facturas del Ayuntamiento venían por defecto en las dos lenguas cooficiales y nadie te obligaba a elegir una para excluir a la otra. El plantear el lenguaje como una rivalidad, el creer que una lengua puede matar a otra, que hay que proteger al catalán borrando el castellano de la sociedad, es -además de un imposible-, una soberana estupidez que demuestra la involución que estamos experimentando.

En este mundo globalizado, los nacionalismos excluyentes cogen aire reivindicando lo que nos separa y no lo que nos une. Levantar fronteras en un mundo sin límites para sentirse parte de algo que nos hace creernos superiores al resto. Astérix y Obélix quedándose eternamente en su irreductible aldea gala... Siendo galos puros, pero perdiéndose millones de aventuras. ¿Se lo imaginan?

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