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Espaldas saladas

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Javier Silvestre

Lo vemos desde el sofá de casa y nos llevamos las manos a la cabeza. Descubrimos, aterrorizados, que el mundo que se extiende más allá de nuestras vidas de ensueño es una patraña. Pensamos que estamos inmunizados. Que ver cuerpos flotando en aquella playa en la que nos tomábamos un mojito meses atrás ya no escuece. Pero la realidad vuelve a golpearnos en la cara, una vez más.

En mitad del ruido político que todo lo emponzoña vemos a un ejército de niños. Soldados de papel que sólo tratan de conquistar un sueño que se hace añicos tal y como ponen un pie en su paraíso prometido. Y asistimos aterrorizados a lo que ocurre más allá de nuestros muros de cristal, que resultan ser tan cortantes como frágiles.

Vemos que nuestras vidas son figuras de lladró y que en cualquier momento se pueden hacer añicos. Eso es, también, lo que más miedo nos da: Ver que detrás del muro no hay caminantes blancos sino espaldas saladas que, a diferencia de nosotros, no tienen nada que perder. En ese otro más allá una vida vale muy poco. Por eso nadie teme perderla. Porque un espigón es el menor de los retos después de haber llegado vivos hasta aquí tras cruzar un continente donde nada tiene un precio.

Es imposible ponerse en sus pieles porque para nosotros el hambre es aquello que vemos en un reality en televisión; porque la guerra es aquello a lo que jugamos con un una consola de 700 euros entre las manos; porque la pobreza es que seamos unos simples mileuristas. Intentamos hacernos una idea pero, realmente, no sabemos lo que hay al otro lado: un mundo en el que no sobreviviríamos ni medio Telediario.

Eso es lo que más miedo nos da. Y es lo que genera este discurso de odio inexcusable, pero humanamente comprensible. Es como esa risa nerviosa que aparece ante una situación comprometida. Es un sistema de autodefensa para protegernos de esa realidad que no queremos ver. Que vivimos en un mundo de mierda.

Nos creemos David Livingstone porque hemos sobrevolado los cinco continentes desde nuestro incómodo asiento de un Airbus 380 de Emirates. Hemos viajado de resort en resort, mezclándonos con culturas tribales de cartón piedra. Compartimos orgullosos fotos con niños famélicos cuyo alimento es ser felices “con tan poco…” Y tratamos de conciliar el sueño en nuestros colchones viscoelásticos preocupados porque nos hemos saltado la dieta keto y hemos cenado demasiados carbohidratos.

Escribir sobre ese otro mundo que nos amenaza es una osadía. Quizás lo es todavía más hacerlo desde una casa con piscina, rodeado de una docena de amigos con una copa de vino en la mano y nueve kilos de carne asándose en la parrilla. Es la vida que nos ha tocado vivir. Y no debemos pedir disculpas por ello. Pero sí ser conscientes de que cada día que vivimos en esta parte del mundo nos toca la lotería.

¡Qué duro es asumir que el mundo es una cloaca! ¡Qué duro es ser consciente de que no valemos nada! ¡Qué descorazonador es tener tanta p al lado de casa! Pero qué real al mismo tiempo.

No nos confiemos. Porque quizas de aquí a unos años, distopías como Years and years se conviertan en realidad y seamos entonces nosotros los nuevos espaldas saladas.

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