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Víctimas o ganado Víctimas o ganado

Víctimas o ganado

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Javier Silvestre

La amenaza de un nuevo encierro por culpa de la covid 19 se junta con las ganas de recuperar el tiempo perdido. Y salir se ha convertido en una misión casi imposible y extremadamente cara. Los hosteleros, aquellos a los que hemos rescatado durante meses con ayudas y ampliaciones que engullen aún nuestras calles, se convierten ahora en nuestros peores enemigos. Eso por no hablar de los siempre oscuros dueños de los establecimientos de ocio nocturno.

El maltrato al consumidor es constante. Al menos en Madrid. Precios abusivos, malas formas, peores calidades… Estos meses de inactividad han pasado factura y tan sólo en la capital de España se calcula que han cerrado casi 7.000 bares y restaurantes. Eso por no hablar de las discotecas. Y la falta de oferta se hace notar cada noche que uno se propone salir a cenar y a tomarse unas copas.  No hay mesa ni en los lugares más recónditos del centro.

Toca esperar en la puerta a ver si hay suerte y falla alguna reserva. Una vez dentro, el siempre amable trato de antaño en los restaurantes madrileños se ha traducido en una falta de personal que convierte la experiencia gastronómica en toda una pesadilla. Cuando preguntas al camarero que intenta llegar, -él/ella solo/a- a todas las mesas, te cuenta que el jefe no ha sacado del ERTE a sus compañeros y que no puede más.

Yo soy muy de quejarme y, cuando el jefe está, y le recrimino el pésimo servicio, me dice que no encuentra mano de obra. Que la gente está mejor en su casa que echándole horas a un trabajo de mileurista. Es la pescadilla que se muerde la cola mientras el consumidor ve que cada vez paga más por menos. Y que cada vez lo malo va a peor.

No importa. El ciudadano tiene ganas de salir, de reunirse con amigos y familia para recuperar el tiempo perdido. Así que pelillos a la mar y tras la mediocre cena a precio de un estrella Michelín, el consumidor decide ir a tomar una copa. Ahí es cuando topa con la podredumbre y la mezquindad empresarial de los dueños de muchos bares y discotecas que toman al cliente por un auténtico imbécil.

Colas para entrar a los garitos más demodé y cochambrosos de Madrid. Imposibilidad de pagar con tarjeta el sablazo de la puerta (algo que hace sospechar -y mucho- la contabilidad en B que tienen este tipo de antros) y bebidas que hacen exquisito el antaño peor de los garrafones. Ni aforos, ni educación, ni nada que se le parezca. Ganado. Nos tratan como ganado.

La opción fácil es no ir, no entrar o no repetir. Pero como me decía esta misma mañana un amigo: “Javier, nos quedamos sin lugares donde ir”. Y es cierto. Cada vez apetece más quedar en casa de alguien, hacer un Masterchef y tomarse algo en mitad de un salón de 13 metros cuadrados aún a riesgo de enemistarse con los vecinos.

Luego nos preguntamos por qué la chavalería no para de hacer botellones… Hay momentos en los que es mejor saltarse las normas a sentirse apaleado y encima dar las gracias.

Lo que no recuerdan estos malos hosteleros es que en unas semanas, cuando les vuelvan a poner aforos y a cerrar por la incipiente psicosis de la sexta ola, volverán a lloriquear pidiendo que les salvemos, que consumamos y que no les olvidemos. Y estoy de acuerdo. No pienso olvidar qué bares, qué locales y qué discotecas se creen con derecho a maltratar al público aprovechando que han sobrevivido a la pandemia.

Gasten su dinero y sus energías en aquellos lugares en los que les traten como se merecen. Y no duden en levantarse e irse, o presentar una reclamación, allí donde les ninguneen. Porque víctimas de la pandemia hemos sido todos.

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