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Mario Hinojosa

Es lo más parecido a atravesar un asentamiento lunar, pensé. Un enjambre de partículas flotaban rabiosas por todas partes, un polvo blanco, denso y lechoso gravitaba en suspensión difuminando los límites de la realidad. Yo me había internado en aquel desvío, seducido por una señal que me había cautivado, Monasterio de Nuestra Señora del Olivar, pero no podía imaginar las sorpresas que me depararía aquello.

Iba admirando el paisaje, fascinado por sus formas y colores, por el perfil cosido a bocados de la tierra, por ese tapiz ocre, verde y dorado que componen la naturaleza y el hombre en los primeros días de verano, hasta ahí todo bien. Pero llegó el primer bocinazo, y de los lugares más insospechados empezaron a surgir camiones y más camiones, me acechaban, me seguían, me daban con las luces, y de pronto en el retrovisor pude ver a uno que venía directo hacia mí, sin misericordia. El diablo sobre ruedas era un aprendiz al lado de este mastodonte resoplando, y Spielberg un amateur de las pesadillas.  No tenía piedad, un hostigamiento agresivo y demencial en la multiplicidad de los segundos; lo que iba a ser un viaje terapéutico para el alma se había convertido en un calvario. Hasta que se obró el milagro y aquel amasijo metálico se evaporó. Se esfumaron todos, y ante mí solo quedó enrocada la población de Estercuel.

Tenía por delante unos kilómetros para la introspección, la reflexión, el monólogo interior, y en definitiva la paz. Y así fue como llegué hasta el monasterio, que se levantaba sobre sí mismo como una orgullosa e imponente máquina del tiempo, como si para que en realidad existiera lo hubiera tenido que describir Umberto Eco. Nadie en el zaguán de entrada, unas golondrinas anidando en una pequeña cúpula ajenas a mi angustia motriz.

Una pequeña tienda, algunos folletos de Andorra Sierra de Arcos y cuando ya pensaba que aquella experiencia alucinatoria me perseguiría en un silencio que me recordaba a San Agustín, apareció Ana como una revelación. Ella me guió con paciencia por una iglesia llena de rarezas y misterios, como el de un armario que no era un armario, era una joya llena de columnas doradas bañando una suerte de casa de muñecas sin muñecas, o Las siete Obras de Misericordia Corporales de Juan José Abella, un catálogo explícito e impactante de cuadros que me asombraron, inquietaron y me llevaron de la mano hasta Munch o Goya, por no hablar de un cementerio blanquísimo, con una atmósfera asfixiante donde mujeres y hombres compartían eternidad, o el refectorio donde se podía adivinar el menú del día, y el claustro que como un pequeño vergel hacía presente un paraíso terrenal en miniatura.

Ana siguió con sus regalos, me habló de la estancia de Tirso de Molina allí y su pluma volando hacia la consecución de Los Amantes de Teruel o la Dama del Olivar, y de los retratos de Nati Cañada y de la mirada fotográfica de Pedro Blesa que es capaz de acercar las estrellas a base de disparos pacíficos. Salí reconfortado, como el que marca el inicio de una estirpe que recogerán las epopeyas futuras, y de golpe pensé en el camino de vuelta, vi el polvo en suspensión que hacía borroso el horizonte, y escuché los gruñidos de los motores de los camiones rebotando en las montañas, y volvió la angustia, para tranquilizarme puse la radio y sonaba el grupo Tachenko, en ese momento, el cantante pronunció una frase que me pareció premonitoria: “No tengo escapatoria”.

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