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Alejandro y los ‘periodignos’ Alejandro y los ‘periodignos’

Alejandro y los ‘periodignos’

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Javier Silvestre

Se llama Alejandro Rodríguez y es periodista. Lo es desde que lo conocí, hace cinco años en Barcelona, cuando estaba recién salido de la Universidad. Desde el principio demostró que le encanta su trabajo, que es un chico curioso, que sabe transmitir lo que está viendo y atrapar al espectador. Y que tiene un punto transgresor que le hace llegar donde otros no llegan. Y esta semana Alejandro ha sido noticia sin querer serlo.

Como otros tantos periodistas, Alejandro aterrizaba en la isla de La Palma el lunes por la mañana y lo primero que hacía era irse de cabeza al volcán Cumbre Vieja que llevaba menos de 24 horas escupiendo lava. No pasó por el hotel, no dejó sus maletas, no se tomó un café… Subió a un coche con su cámara y le dijo: “Vamos lo más cerca que podamos a la lava”.

Al llegar se encontraron con un equipo de protección civil y una lengua de roca incandescente que avanzaba, lenta pero inexorablemente, hacia ellos engullendo todo cuanto se encontraba a su paso. Alejandro hizo su trabajo: se acercó a la lava y grabó. Y contó lo que sentía. Se estremeció  ante la fuerza de la naturaleza. Y narró sin quitarle un ápice de dramatismo lo que estaba viviendo en primera persona. Porque esa es su función como periodista.

Aún no se había emitido su reportaje en el programa de la tarde y Alejandro ya era noticia. Los opinólogos de sofá le habían sentenciado ya. “Imprudente”, “inconsciente”, “temeridad”, “afán de protagonismo” y un sinfín de descalificativos contra un reportero por hacer su trabajo y, si se me permite decirlo, de forma excelente. Después de él llegaban el resto de compañeros reporteros pero también los primeros espadas de la televisión en nuestro país: Carlos Franganillo, Susanna Griso, Pedro Piqueras, Silvia Intxaurrondo… Todos se desplazaron a La Palma y mutaron en curiosos reporteros que se acercaban -micro en mano- a la incandescente lengua de lava.

Se abría entonces la manida caja de pandora en la que todo el mundo sentenciaba qué debe y qué no debe hacer un periodista. Donde se tachaba como “morboso” cualquier búsqueda de testimonios de la tragedia. Y en la que algunos compañeros enarbolaban la bandera de la dignidad quizás en un intento de ocultar su mediocridad periodística y llevarse unos cuantos me gusta en redes sociales atufados de superioridad deontológica.

Uno de los casos que más me llamó la atención es el del periodista de la Cadena SER, Carles Francino, que pedía “encontrar el punto justo entre ser altavoz y no espectáculo” y que, imploraba que al entrevistar a los damnificados por el volcán “no haya detrás un interés morboso”. Resultaba curioso que hiciese esta reflexión mientras presentaba su programa de radio desde la misma ladera del Cumbre Vieja y tras haber entrevistado a varios afectados. Seguramente él sí hacía periodismo, mientras que Alejandro y el resto sólo se movían por el morbo y el espectáculo. Aunque ya les digo yo que no.

El periodista tiene que saltarse las normas porque sino no hay periodismo. Publicar una documentación incómoda para el poder, adentrarse en Kabul con los talibanes o grabar con cámara oculta un club de explotación sexual en Algeciras conlleva riesgos. Pero, sin transgresión no suele haber noticia. Y sin valentía no hay transgresión. Hay veces que informar tiene consecuencias fatales, como lo ocurrido a los periodistas David Beriáin y Roberto Fraile el pasado mes de abril en Burkina Faso.

Juntos grababan un documental sobre la caza furtiva y les tendieron una emboscada. Se limitaban a hacer su trabajo, que era contar historias en primera persona, tal y como hacía Alejandro esta semana... Y tal y como haré yo a partir de mañana al pie del volcán. Porque el periodismo necesita más Alejandros y menos periodignos.

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