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Raquel Fuertes

Cuando llegan estas fechas, y más a medida que pasan los años, es difícil no tirar de nostalgia y recordar aquellas vacaciones de cuando éramos niños. La Semana Santa era como un anticipo de los veranos eternos que llegarían poco después.

Es cierto que entonces pasábamos estos días más en el pueblo que en la playa. El cambio climático no existía aún ni como teoría apocalíptica y raro era el día de abril en el que podías ponerte siquiera la manga corta.

Pero ahora sí. Cada año empezamos antes a ir a la playa sin necesidad de cambiar de latitud. Así que la añoranza no viaja sólo a aquellas tardes comiendo la rosca en la ermita, el depósito, el castillo o al resguardo en casa de los abuelos porque llovía o caían chuzos de punta. La mente vuela a aquella playa que guarda algunos de los momentos más felices de la infancia. Cuando todo parecía posible. Cuando aún estaban todos.

Aquella sensación de pisar la arena dejando las primeras huellas tras la brisa de la noche. Esa impresión al zambullirse cuando aún no habían llegado los miles de bañistas y el mar parecía infinito. Esa ilusión al hinchar la pelota azul de Nivea seguida de la enorme decepción de verla desaparecer arrastrada por la corriente. Aquellas clases de natación con el primo convertido en paciente monitor que no distinguía entre estilos, pero que consiguió que perdiéramos el miedo a dejarnos llevar por el mar…

Esos bocadillos con pan de ayer que sabían a gloria. Aquellas sombrillas raídas y desteñidas que duraban lustros y que iban delimitando el espacio de aquel grupo de familiares y amigos que completábamos con sillas corroídas de salitres y óxido que nos disputábamos en los escasos momentos en los que estábamos fuera del agua. Primos, hermanos, tíos, padres, amigos… Nada malo podía pasar en aquellos días en los que todo era sencillo y sabiendo que al llegar a casa te esperaba una ensaladilla rusa.

Sí. Aquello era la felicidad. Y ni siquiera lo sabíamos porque no teníamos tiempo ni de pararnos a pensar. Hoy, cuando ya no están todos, cuando ya son demasiados los que nos han dicho adiós, solo nos queda recordar y ayudar a que los que vienen detrás puedan construir esos recuerdos que les acompañarán siempre.

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