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Isabel Marco

Habíamos salido por la mañana para la actuación de ese día. Teníamos que viajar hasta Ourense para tocar en un festival. La maleta estaba preparada con muchos “por si acasos”, necesito estar preparada para cualquier situación: por si hace calor, por si hace frío, por si llueve, por si no me encuentro cómoda… Pero entre las cosas que no podía olvidar estaba el vestuario para el concierto, no me iba a subir al escenario con la misma ropa que llevaba para viajar, eso ni hablar.

Ese día, puesto que era un viaje larguísimo en furgoneta, llevaba puestas unas mallas, una camiseta del mismo festival y unas botas negras. En la maleta: la ropa del concierto, la ropa para cambiarme al día siguiente, toalla para la ducha, el neceser y un largo etcétera de cosas inútiles que siempre están en la maleta aumentando considerablemente su peso. Es como si no pudiese llevar una maleta medio vacía, si cabe algo más hay que meterlo, por si acaso.

Comimos un bocata de jamón con el pan untadico con tomate. También paramos por la tarde, en los viajes entra mucha hambre y nosotros llevamos una nevera con muchos “por si acasos” para el hambre inoportuna. Y claro, también ir al baño y esas cosas. En una de esas paradas, creo que era la de la merienda. A mí se me enciende esa bombilla que me avisa de repente de las cosas que tengo que hacer: ¡La maleta! Dije en voz alta. ¿Has metido mi maleta en la furgoneta? Pregunté con voz desesperada a mi mánager pidiendo una respuesta urgente.

Mi maleta no estaba en el maletero de la furgoneta. En ese momento juraba que la había sacado de casa y que seguro, segurísimo se había quedado en la acera donde estuve esperando a la furgoneta. Estaba completamente segura.

En ese momento tuve que asimilar que no llevaba nada, ninguno de mis súper necesarios “por si acasos”. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a tocar así en el concierto? No tenía ni siquiera un pintalabios.

Me pasé el viaje pensando qué hacer y, poco a poco fui haciéndome a la idea de que el concierto lo tendría que dar con la misma ropa que llevaba. Por suerte la camiseta era del mismo festival y no me había manchado con el chocolate de las galletas que, por si acaso, llevábamos en la nevera; así que muy mal no iba a quedar. Ducharme y lavarme el pelo al día siguiente está sobrevalorado, así que me consolé pensando que evitaría una ducha ajena, que no es santo de mi devoción. Algo positivo tenía que sacar de esa situación.

Además, llevábamos algo de merchandising y al día siguiente podría cambiarme de camiseta y también de ropa interior, pues por aquel entonces también vendíamos tangas. El único punto que me faltaba era algo para pintarme un poco los ojos y los labios para la actuación. Eso me parecía imprescindible, así que decidí hacer a todo el equipo entrar en el centro de Ourense con la furgoneta para comprar lo básico en una perfumería cualquiera.

Ese día, tampoco llevaba dinero y tuvieron que dejarme una tarjeta de crédito, no sé por qué nadie llevaba efectivo y como el dueño de la tarjeta iba al volante, bajó conmigo otro compañero, ya que yo no doy el perfil de un varón. Éste, que iba algo adormilado, no entendía muy bien por qué tenía que ser él el que bajase, casi parecía que me lo había encontrado por la calle y le estaba obligando a pagar mientras le apuntaba con una pistola oculta en el bolsillo. Al parecer yo bajé con gesto tenso, por las prisas, al parecer el músico adormilado parecía algo asustado y al parecer la chica de la tienda decidió llamar al de seguridad que “amablemente” nos invitó a pasar a otra estancia donde tuvimos que dar algunas explicaciones. Finalmente todo salió bien. Compré pinturetes, di el concierto, volvimos a casa al día siguiente y, al abrir la puerta, allí estaba esperando mi maleta.

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