Síguenos
El óvalo de mármol El óvalo de mármol
Joaquín Latorre Cortés

Texto de Cristina Armunia / Fotografía de Joaquín Latorre Cortés 

Un ruido en la calle le despertó. El estrépito duró varios segundos, como si algo se hubiera resquebrajado y caído al suelo desde una altura considerable. Sintió cómo su corazón se aceleraba e incluso pudo notar ese pálpito agitado en medio de la garganta, oprimiéndole el cuello. Por un instante, llegó a faltarle el aire y se avergonzó. Por qué tenía que ser tan miedica.

Pensó en un balón de fútbol rompiendo una ventana, en una tibia partida en dos, en su primo pequeño cayendo por unas escaleras interminables y en un meteorito impactando directo sobre la superficie terrestre. Cualquier cosa era posible. Apretó los dedos de las manos y de los pies. Desde la calidez de su cama, no atisbó ningún tipo de resplandor a través de la ventana así que descartó esto último y resopló con alivio al hacerlo. Se imaginó a varios gatos callejeros espachurrados contra el asfalto y se cubrió con las sábanas hasta el cuello.

Si sus compañeros de clase lo hubieran visto en aquel momento, le habrían gritado que era un cobarde y un cagueta, y la cruel letanía, casi con total seguridad, se habría mantenido hasta el curso que viene. Por suerte, las clases estaban a punto de concluir y en unos días comenzaría el verano.

Pensativo y en la cama decidió que en cuanto amaneciese se tomaría de un trago el desayuno e iría a investigar. El estruendo tenía que provenir de algún sitio y no tenía nada mejor que hacer en todo el fin de semana que descubrir el origen. Era una idea perfecta: resolvería un misterio tenebroso y se lo contaría a todo el mundo antes de irse al pueblo a pasar el estío.

Joaquín Latorre Cortés 

Sigiloso, porque todavía era muy temprano y no quería despertar a nadie, se vistió con el chándal del colegio que seguía sobre la silla desde el día anterior. La prenda estaba desgastada y llena de remiendos, pero sus padres querían esperar hasta el siguiente curso para comprar un nuevo conjunto. “Costaba un potosí”, le había oído decir a su madre un millón de veces.

Cruzó de puntillas el pasillo hasta llegar a la cocina. Todos seguían felices en la cama y él tenía un par de horas antes de que lo echasen en falta. Cogió un manojo de llaves de su padre, se lo metió en el bolsillo con cuidado y salió de la casa solo y sin avisar por primera vez en toda su vida. El peso de aquel llavero le hacía cojear.

El ascensor del viejo edificio hacía mucho ruido y temió que al accionar el botón y abrir sus puertas, el desagradable estrépito despertase a todo el vecindario. Debía ser cauteloso, si lo pillaban saliendo de casa solo y tan temprano, le castigarían para todo el fin de semana. Eligió bajar las escaleras de baldosines agrietados y rojizos. Casi todos los escalones tenían alguna grieta y hacían un ruido cerámico bajo sus pies. Hasta ese momento, no había sido nunca consciente de aquel suelo ruinoso.

Abrió la puerta del portal rápido, con la misma actitud que cuando se arrancaba las tiritas, y salió escopeteado, sin mirar atrás. Las llaves le pesaban en el bolsillo y aquella sensación de gravidez le calmaba. Podía volver a casa cuando quisiera, no más tarde de una o dos horas, pero lo mejor sería volver siendo poseedor de un nuevo hallazgo, de un gran secreto.

La calle estaba desierta. No había gatos ni perros espachurrados sobre el asfalto oscuro y parcheado. Aquella parte de la ciudad era horrenda. El humo de las chimeneas había ennegrecido las fachadas de arriba abajo y el sol tenue de la mañana no era capaz de despertar los colores de las paredes.

¿De dónde provenía el ruido? Algo en la ciudad se había quebrado y alguien tenía que investigarlo. Decidió ir hacia al centro. Pensó que, si algo interesante ocurría en aquel triste lugar, debía ser en el mismo centro, cerca de los bares, de la catedral o del río. ¿Dónde si no?

Con regocijo cruzó el puente de piedra que se extendía sobre un río poco caudaloso y maloliente. Caminar sobre ese camino empedrado siempre le producía una gran alegría porque significaba tomar una sabrosa merienda en alguno de los quioscos o ir a comprar regalos por su cumpleaños. Le encantaban los escaparates de las tiendas de juguetes, con todos sus brillos y colores formando el arcoíris. Al otro lado, los muñecos, los trenes desmontables o las cajas de lápices relucían y siempre quería todo. “Solo puedes elegir una cosa”, anunciaba cada año su madre, consciente de que terminarían llevándose al menos tres. En casa no había casi de nada, pero su cuarto estaba lleno de monigotes.

Se trataba de la primera vez que cruzaba aquella pasarela empedrada solo. De pronto, pudo volver a escuchar el mismo sonido, pero mucho más cerca. Se giró, como un resorte, porque sintió algo justo en su espalda. Nada. Allí no había nada. Siguió caminando a paso ligero sin dejar de mirar hacia todos los lados. El ruido había sido potente, como de una máquina pesada.

El portón de la catedral estaba abierto. Le sorprendió que a esa hora el templo ya estuviera de par en par. Pero como se lo sabía de memoria porque había ido un montón de veces a cantar con el coro entró para descansar unos minutos y trazar un plan. ¿Debía acercarse hacia el estruendo o alejarse de él? Lo mejor, pensaba, habría sido poder realizar el descubrimiento desde lejos e irse para casa. Por ahora, no había sido capaz de observar nada.

La catedral parecía diferente. Sus bancos estaban movidos y olía a una mezcla de río y tierra. Se cercioró de que no hubiera nadie cerca que pudiera mandarlo a su casa. Todavía no eran ni las ocho de la mañana de aquel sábado de junio.

Las paredes altas de mármol, la techumbre colorida, el altar. Todo estaba en su sitio excepto los bancos, los paragüeros de la entrada y la pila de agua bendita, que tenía una grieta de arriba a abajo. Algo enorme había discurrido por el templo y había sido capaz de abrir el portón de madera maciza. Al fondo, un óvalo enorme de mármol, de más de un metro, estaba quebrado y había horadado incluso el suelo. El chico miró hacia arriba, como intentando ordenar en su mente lo sucedido, y vio un enorme agujero en el techo, justo encima de su cabeza. Una circunferencia azul celeste dejaba paso a los primeros rayos del sol de aquel día extraño. El rigor del verano traspasaba con sus luces el techo e incidía directo en el óvalo, que parecía un huevo gigante del que acabase de brotar la vida.

El chico corrió hacia la calle y buscó con la mirada. No podía ser. Por primera vez en mucho tiempo se sentía ágil, feliz y ligero. Buscó y buscó. Le dio la vuelta al templo, anduvo de nuevo hacia el puente y descendió hasta la orilla del río. Allí estaba, bajo la luz tamizada por los árboles y la maleza. Un dinosaurio.


* Cristina Armunia Berges (Teruel, 1988). Siempre ha combinado su oficio de periodista con su pasión por la literatura. Se doctoró en Ciencias de la Información en el año 2017 en la Universidad Complutense de Madrid y, en estos momentos, trabaja en la sección de política de eldiario.es. Anteriormente, trabajó en El Heraldo de Aragón, Onda Cero y Cadena SER Madrid. En el año 2005 ganó el Certamen Literario del Periódico de Aragón con su relato La Luna. En 2015 terminó finalista en la X edición de Cuentos junto a La Laguna de la mano del relato Las plantas de Miguel. Su relato El Amanecer Cósmico apareció publicado en la versión digital de la revista literaria Turia.

* Joaquín Latorre Cortés. Aficionado a la fotografía de Escucha

El redactor recomienda