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Texto de Ana I. Gracia / Fotgrafía de Nacho Navarro

Anoche pensé: es ahora. El corazón me palpita a la altura de la garganta. Ahora, me repito. Trago toda la saliva que se me acumula en la boca. Es ahora o nunca, me insisto, como si no llevara tiempo pensando en aquel momento. Dudo un segundo pero no hay marcha atrás. Siento un dolor tan sonoro, un dolor tan nuevo, tan distinto. Es demoledor, pero a la vez me hace sentir bien, como cuando era yo, como cuando conocí a Freddy. Es ahora, me digo. Me marcho. Son diez años, pero esto no es vida. Adiós.

Me pongo el reloj de Dior que me regaló para mi treinta cumpleaños en aquella tienda tan cara en la calle Goya esquina con Núñez de Balboa en 2009. Salgo a la calle y no me lo quito, aunque solo me lo he puesto un puñado de veces: para bodas y comuniones.

Me despierto en mi cama de la casa de mis padres. No la recordaba tan pequeña. Me enciendo el cigarrillo que llevo deseando fumar desde el día que me casé. Aquel día, justo aquel día, el día de la maldita boda, es cuando empezaron las renuncias. Pronto vendrán los niños y es mejor que dejes el tabaco ya, me dijiste. Lo dejé, pero los niños no llegaron. Ni ese año ni al siguiente ni al otro. Y de aquello también me echaste la culpa.

Levanto la vista y veo la Nancy con gafas tropicales que me trajeron los reyes magos. Fue la cabrona de Pilar la que me desveló en un recreo que los reyes son los padres. Me río a carcajadas mientras mi yo de 15 años me pregunta qué ha pasado para que otra vez esté ahí.

Enciendo el teléfono y tengo seis llamadas perdidas suyas. Descuelgo a la séptima. Siento un pequeño remordimiento al escucharle llorar, y le repito que es lo mejor para los dos. Cuelgo y lloro, pero no por estar arrepentida. Me siento liberada. En el pueblo todos hablan de mí. Estoy harta de tanta hipocresía. Mi amiga Laura también quiere separarse, pero no se atreve y me tiene envidia. Me lo ha dicho. Ella es la que más machaca con que vivimos en una sociedad donde la gente da más importancia a la boda más que al amor. Pienso lo mismo.

No respondo a ninguno de sus mensajes. ¿Que por qué? Si ya lo sabes. Nos repartimos las últimas cosas semanas después. Me quedo con la tele de plasma que compró su madre pero que siempre usaba yo y con la estantería del salón. Le dejo todo. Dudo con el álbum de fotos pero lo dejo allí, justo detrás del retrato que nos hicimos en Oporto. Él solo me pide que me quede.

Pasan las semanas y cada vez me siento peor. Todas las canciones me conducen a él. Si yo pudiera. Ahora es demasiado tarde. Supongo que está con otra, hace un mes que no me escribe y veo que su whatsapp está en línea muchas madrugadas. Me echo en cara que por qué me va a escribir él, si yo tampoco le contacto. No lo hago porque no debo: al fin y al cabo, lo decidí yo. Apechuga.

Llega el verano. Llevo tres meses sin buscarle en mi teléfono y me alegro por ello. Abro un viejo libro y se cae al suelo una postal que me envió desde Cuba cuando se fue de viaje de estudios. “Tenemos que venir juntos. Freddy”. Le escribo un mensaje y lo borro cuando estoy a punto de enviarlo. Me encuentro a Jesús, su mejor amigo. Cuánto tiempo. Pasaron juntos el fin de semana. Finjo que no me importa, pero lo imagino feliz sin mí. Llego a casa y tiro a la basura la postal que me envió cuando llevábamos tres meses saliendo.

Quiero escribirle, pero busco a Martín. Lo conocí en la fiesta de María y me manda links de los periódicos con cualquier excusa. “¿Has visto lo de las pensiones?”, fue lo último que me compartió. Fuerzo que me invite a cenar porque sé que le gusto, aunque él no me gusta a mí. Me pido otra copa. Y otra. Le beso. Me acompaña al nuevo apartamento de alquiler. Hace un mes que me independicé de mis padres. No sé ni por qué camino volvimos. Me despierto con mucha resaca y el vestido puesto. Lo veo dormido en mi cama. Me tiro a plomo en el sofá. Me aprieto los ojos con las dos manos. Quiero que desaparezca. Deseo que eso no hubiera pasado.

Llega su cumpleaños y le llamo por primera vez. Me gustaría saber si él se acuerda de mí. Quedamos esa tarde. Me pongo guapa, pero solo para que me vea bien. Me maquillo y me echo el perfume que le volvía loco. Le compro un libro. “Te acuerdas cuando fuimos a”, “¿cómo está tu madre?”, “Marta y Alberto han sido padres”. Sonrío para disimular el miedo que siento por no saber ahora con quién envejeceré. Qué felices fuimos, pienso. Ya hace casi un año que lo dejamos. Me despido llamándole por su apodo de siempre. Freddy. Me lo inventé yo.

Arranco febrero del calendario. Dos años desde que me fui. Me siento con fuerzas para empezar cualquier cosa. Voy a la fiesta de Alba, la amiga de una amiga, aunque no la conozco. Lo veo a lo lejos, con una camisa hawaiana. Él, que siempre fue de clásicos. Lo reconozco por los andares. Fuerzo un encuentro, como si no hubiera visto que lleva una hora hablando con otra.

Quedamos en vernos para ponernos al día. Me pregunta si estoy con alguien y le respondo que algo he tenido, pero nada importante. Él confiesa que le ha pasado lo mismo y yo intento que piense que me da igual. Quiero saber quién es esa, la prima de Juan. No la busco entre sus amigos de Facebook, pero al día siguiente sí. Es guapa. Bastante más que yo.

Ya no le llamo por su cumpleaños, le pongo un mensaje. Le felicito por su nombre, aunque siempre he utilizado el mote. No le reprocho que él se olvidó del mío. Me responde a las horas. “Gracias. Bueno, guapa, espero que todo te vaya bien”. Me llama guapa. A mí. Una década juntos para un bueno, guapa.

Me lo encuentro dos años después en la fiesta de Marcos. Fui porque sabía que iba a estar. Lo busco y le entro por la espalda. Que luego nos vemos, claro, que voy a pillar una cerveza, que llego seca. Sé, como él sabe, que eso no va a pasar. Cojo un buen capazo con Jorge. Nos tomamos dos gin tonics seguidos en la barra. Le presento a Raquel, es mi nueva amiga. Alguien propone ir a cenar y me apunto.

Freddy sigue en la esquina donde se colocó desde que llegó, hablando con la chica del vestido amarillo. Me entero de que es su novia. La tarde se consume. No me despido. Voy al guardarropa y un chico me desea feliz noche mientras miro el reloj de Dior. Las manecillas se pararon a las seis y veinte, pero ya es muy de noche. Hasta el reloj caro se ha quedado sin latido. Lo tengo que tirar ya, pienso, mientras me voy rápido sabiendo, como sé, que aquella fue la última vez que lo vería. Ya nunca más lo volvería a buscar.


* ANA I. GRACIA. Cuando tenía unos meses su familia se instaló en Andorra (Teruel), donde pasó toda su infancia y adolescencia hasta que se fue a estudiar Periodismo a la Universidad de Navarra. Instalada en Madrid desde el verano de 2005, ha desarrollado toda su carrera profesional en medios de comunicación nacionales. Empezó en el diario económico Expansión (2005-2008) para posteriormente incorporarse a la redacción de El Confidencial (2008-2015). En el verano de 2015 fundó, junto con Pedro J. Ramírez, el periódico El Español. La Asociación de la Prensa de Madrid (APM) le concedió en 2014 el premio Mejor Periodista del Año.  

* NACHO NAVARRO ASÚN. Gerente cine Maravillas – Miembro de la Sociedad Fotográfica Turolense

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