Herida de muerte
Contemplas la fotografía con tristeza. Una escuela vacía. De las muchas que hay desperdigadas por “la España vaciada”. Y te lleva a pensar en esas tantas más que podrías encontrarte si hicieses un recorrido por esos islotes de casas apiñadas que se hallan olvidados entre tus queridas sierras turolenses. Esos lugares aislados que comenzaron a perder población hace muchos años, sin que nadie intentara crear un atractivo capaz de detener aquella corriente migratoria. Como consecuencia, los servicios aguantaron poco, y fue llegando el punto en el que ya no se sabía bien si desaparecían éstos porque no había gente o la gente marchaba porque no había servicios.
Empezaron quedándose sin médico, sin veterinario, sin practicante, sin cura, sin alguacil; tuvo que marchar el herrero, el carpintero, el albañil, el sastre, el vecino de enfrente… Cuando ya casi no quedaba quien marchar, dejó de pasar el autobús. Se cerró el horno, la tienda, el bar, la barbería… y, como dijiste en una ocasión, puesto que ya no había chicos, también se cerró la escuela. De un día para otro, las calles y las plazas de aquellos pequeños pueblos se fueron quedando solitarias, los caminos sin tránsito, las cuadras vacías, las chimeneas sin humo. Sin más indagación ni previsión, aquellas escuelas que durante décadas habían sido el único medio de enseñanza para muchas generaciones, por la inercia de aquel desastre, fueron empujadas al más incomprensible olvido.
Esta foto nos muestra todos los muebles y enseres en orden, como si hubiesen cerrado la puerta con intención de volver. Hasta el maestro ha dejado la cartera, su chaqueta colgada en el respaldo de la silla y las pizarras marcadas de tiza con la última lección. Sólo faltan los niños. Aún es una escuela con suerte a la que podemos mirar. ¡Cuántas habrá ya sepultadas bajo las ruinas del propio edificio!
Estas imágenes te hacen volver a unos tiempos en los que la educación y tu única enseñanza se formaron en lugares parecidos, sitios que hoy acercan a tu mente otras épocas en las que estos locales están llenos de vida y movimiento, lo que te anima a remover recuerdos, y empiezas a sentar chicos en esos pupitres vacíos, chicos con alpargatas rotas, pantalón corto que deja ver la costra de sus rodillas, jersey de cuello alto, con mofletes colorados que avivan sus caras alegres y traviesas; que tienen extendidas sus libretas sobre los tableros llenos de raspaduras y muescas hechas por las cuchillas de sacar punta o las plumillas de escribir; tableros rociados de innumerables manchas de tinta, salpicadas por el continuo trasiego de mojar en el blanco tintero de porcelana, embutido en el agujero central de la mesa.
El mapa de España, la esfera, la pizarra, el clarión y el trozo de piel de cordero para borrar, los manguillos de madera con sus plumillas Corona, la cartilla ABC para aprender las primeras letras o aquel libro sin dibujos que sólo cuenta con páginas y páginas de enojosa letra para explicarlo todo. Te parece que fue ayer y, ¡han pasado tantos años!, el día que te cambian de mesa, te rellenan el tintero, te dan una pluma ─no existen los bolígrafos─ y dejas el lapicero para, todo orgulloso, comenzar a escribir por primera vez con tinta en la libreta de “limpio”, iniciando un acto que tiene la misma solemnidad que si fuese “una puesta de largo”. Oyes el canturreo de aquel repetido sonsonete de la conjugación de los verbos o de aquel “ocho por tres, veinticuatro; ocho por cuatro…”, que tanto se grabó en nuestras mentes, que nos ha servido en las operaciones más elementales para el resto de nuestras vidas.
Ves al maestro con aquella pasión por enseñar, leyendo con voz clara y sonora lo que te hace escribir al dictado, mientras pasea entre las filas de los pupitres apretando una regla en la mano con la que aporrea el canto de tu mesa cuando no estás atento o, también alguna vez, haciéndolo sobre tu mano si te despistas demasiado; acción que ahora tú no recuerdas con ningún resentimiento, sino con el orgullo y el agradecimiento de lo mucho que te hizo aprender. Parece que aún estás viviendo el momento mágico de aquel día, la expectación con la que aguardan tus amigos cuando les dices que vas a enseñar el regalo que aquel año, en un derroche de generosidad, te han traído los Reyes Magos, y les muestras un estuche de cartón coloreado que contiene doce pinturas Alpino.
Con todo eso, aquellas escuelas aguantaron la agonía de los pueblos hasta el final; mientras estuvieron abiertas, aunque fuese con su mínima expresión, había esperanza, se palpaba algo de vida. Su cierre definitivo fue la herida de muerte que sentenció a muchos pueblos a la soledad.
Los que vivimos de lleno aquellos años de necesidad y esfuerzo, al advertir hoy en los medios con los que cuenta la enseñanza, aún agradecemos más lo que nos instruyeron e iniciaron en aquellas humildes escuelas rurales. Y podemos considerar una suerte que el artista todavía haya logrado rescatar estas imágenes para el recuerdo, y nos pueda transmitir el silencio de unas aulas que nunca debieron callar.
*Aunque nacido en Zaragoza, pasó buena parte de su niñez y de su vida en Segura de los Baños, el pueblo de sus padres. En ese lugar se impregna de las vivencias, costumbres y emociones propias de la vida rural en aquellos tiempos. Desde niño ha sentido la necesidad de escribir, dando sus primeros pasos en la revista Lindazos, de la que es colaborador. Tras su jubilación ha conseguido varios premios literarios.