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Texto de Kakel Barraca Méndez / Fotografía de Silvia Lorenzo 

 

Isabel vivía con agitación los días previos a su enlace. Le parecía que el aire del pueblo se impregnaba de un aroma almizclado como el que desprenden las novias, con ese olor a pureza que emana del campo tras la lluvia. Veía cómo las nubes también se vestían de novia, de blanco novia, mientras cubrían a la vieja encina que esperaba el ritual que estaba a punto de suceder bajo su mirada curiosa.

Isabel abría la ventana de su habitación cada mañana y se paraba un momento a escuchar al viejo árbol. Le parecía que hablaba.

Aquel día vio que la encina reía. A sus oídos llegaban los susurros jocosos de sus ramas agitadas por el cosquilleo de los pajarillos que jugaban entre ellas. Su mente también jugaba, y parecía desmayarse mientras viajaba a su momento más dulce cuando, años atrás, un aguacero repentino les sorprendía a Isabel y a Ismael en mitad de aquel campo ya desocupado de trigo. Corrieron a refugiarse junto a la encina y se acurrucaron bajo el abrigo del primero de sus besos.

Isabel, desde que era capaz de recordar, vigilaba expectante tras la ventana para ver si las nubes enturbiaban el cielo, porque la lluvia limpiaba su mente volviendo más nítidos aquellos recuerdos.

En el pueblo, Ojos Negros (Ojos Bellos para Isabel) una pequeña localidad del Jiloca de tierras ferruginosas, las primeras lluvias de agosto daban por finalizado el verano. Casi siempre antes de lo que tocaba. Las heladas allí parecían congelar hasta el tiempo, y el pueblo se vaciaba poco a poco de esos hijos pródigos que un día decidieron partir, pero que siempre regresaban para el verano. Con su marcha, los vecinos se resignaban a pasar otro invierno, casi siempre más largo de lo normal, y se sentaban a esperar, ansiosos, la llegada del verano.

Así era su vida desde que conoció a Ismael, pensaba Isabel. Una pausa ilusionante. Un sinfín de amaneceres necesarios que se sucedían tranquilos a la espera de que las nubes le anunciaran la vuelta de Ismael. Una especie de mantra que repetía en su cabeza una vez y otra para que todo aquello que les separaba cambiase, como si así el destino pudiera distraerse tan solo un momento y lograra acompasarlos de nuevo en un verano que no tuviera final.

Ismael era hijo del pueblo, aunque pasó su infancia en Barcelona. Sus abuelos fallecieron cuando él apenas tenía dos años, y no regresó al pueblo hasta que cumplió los dieciséis.

Aquel día Isabel se encontraba pasando la tarde en la laguna del Menerillo, una antigua mina reconvertida en lago, donde los muchachos del pueblo iban a darse unos chapuzones que sofocaban el calor insufrible del verano. Isabel adoraba ese lugar. Le parecía un enclave mágico de su tierra natal. La presencia del mineral se hacía evidente en los colores que se proyectaban en las escarpadas laderas del desmonte minero de aquellas tierras. Grises, azules, rojos y ocres, a cada hora distintos, dotaban aquel lugar de una hermosura propia de algún extraño hechizo que hacía que Isabel viera la vida bajo un prisma lleno de luces diferentes. Ya entonces parecía seleccionar sus recuerdos de tal manera que sólo conservaba en su frágil memoria aquellos que le provocaban auténtico placer.

Esa tarde apareció Ismael de la nada, como el soplo de un aire distinto que te da en la cara. Sus miradas se encontraron un instante en el que todo pareció detenerse. Todo menos Ismael, que se zambulló delante de ella con tanta fuerza, que la dejó empapada para toda la vida.

Cada día que pasaba, Isabel se alimentaba de aquel recuerdo, de aquella mirada limpia que daba luz a su razón un solo día de cada verano. Sabía que sus caminos habrían de cruzarse de nuevo en un día idéntico al que se vieron por primera vez, cuando el sol achicharraba las espigas, y la canícula abrasaba los campos dejando al descubierto las cicatrices de una tierra seca sedienta de humedades.

Isabel esperaba año tras año a que llegara ese día. Se sentaba con los vecinos confiando en que el hielo desapareciera antes de lo normal, y dejara entrar al verano que le devolvía a Ismael.

Todas las noches colocaba un candil encendido en el porche de su vieja casa, por si le daba por aparecer de pronto, quizás en mitad de un invierno inesperado donde pudiera perderse entre el silencio monótono de la nieve que cubría el pueblo. Pero él nunca regresaba con el frío, y la mente de Isabel se aletargaba en esa tregua ilusionante que hacía que su día a día tuviera un aroma tan sabroso como ausente.

Y un día, sin que Isabel se diera cuenta, llegaba el verano. Se asomaba a la ventana y veía a la encina acompañada  por un mar de espigas embravecido ante la proximidad de una de esas singulares tormentas estivales.

Aquella mañana también sucedió así. Isabel despertó de pronto. Su mente se deshizo de la niebla que ofuscaba sus sentidos, y el pueblo entero le pareció que olía a él, a Ismael. La vieja encina sacudió sus ramas con alegría, y las perdices corretearon divertidas entre el trigo formando parte de un cortejo amoroso que no deseaban perderse.

Isabel supo que el gran día había llegado. Se dirigió entonces, una vez más, hacia el viejo árbol, vestida de novia, en un ritual que se repetía año tras año, aunque ella era incapaz de recordarlo. Vivía feliz soñando ese momento, y su cabeza errabunda, no dejaba de vagar en esa espera interminable que ya duraba más de veinte años.

Allí, frente al árbol, Isabel acarició su cara despacio. Pasó sus dedos dibujando cada una de sus arrugas que le hicieron recordar al instante todo aquello que había olvidado. Pestañeó con lentitud el tiempo para intentar borrar la decepción de sus ojos. Otra vez estaba allí, y otra vez saboreaba el amargo silencio.

Pero entonces el estallido de un trueno hizo que Isabel se alejara de sus pensamientos. La vieja encina comenzó a sacudirse al son del baile que soplaba el viento. Los trinos de los pájaros prendidos de las ramas le sonaron a un vals difuso, y pensó que efectivamente se había vuelto loca. Pero esta vez no estaba sola, todo el pueblo se había reunido con ella para acompañarla.

De repente una voz a sus espaldas hizo que se girara.

-Isabel, sí quiero. ¿Y tú?

* Kakel Barraca Méndez (Huesca, 1974). Hace 5 años decidió emprender una aventura que le condujo a Teruel. Aquí volvió a empezar. Se graduó como agentes de viajes y marketing digital y abrió su propia empresa de turismo online que dirigía al mismo tiempo que trabajaban en la recepción del hotel Reina Cristina. La pandemia detuvo su empresa pero no su trabajo ni sus sueños. Es viajera, lectora y amante de las letras, otra de sus pasiones, y en Teruel asegura haber reencontrado la inspiración.

* Silvia Lorenzo. 1988, aficionada a la fotografía. Licenciada en Bellas Artes y postgrado en Fotografía de reportaje social.

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