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Preguntas sin respuesta Preguntas sin respuesta
Bea Talabante Clavería. Teruel, 1987. Vive en Calamocha y es diseñadora industrial en HMY. Aficionada a la fotografía, le encanta observar y fotografiar los cielos nocturnos de la provincia

Preguntas sin respuesta

Por Álvaro Narro *
 

El concurso empezaba a las siete de la tarde. Era entonces cuando sus padres ponían el televisor a todo volumen y escuchaban atentos todas aquellas preguntas que soltaba un presentador simpático con una gran capacidad de vocalización. Sus padres gritaban las respuestas de las preguntas más fáciles y se quedaban pensativos ante aquellas que se les escapaban de las manos y de su conocimiento adquirido con el paso de los años. No habían estudiado, pero habían tenido mucho interés por los libros. De eso ya hacía mucho y su memoria empezaba a hacer aguas por todas partes.

Julio no soportaba todos aquellos gritos y sólo de vez en cuando sacaba la cabeza de su novela para echarle un vistazo a las piernas de una mujer que se dedicaba a mostrar cartulinas de muchos colores con preguntas enrevesadas. Una veinteañera que paseaba por el plató con poco más que hacer que mover el culo y sonreír a la cámara cuando se encendía un piloto rojo. Cuando Julio no podía más, cerraba el libro de un golpe y salía a que le diera el aire frío del invierno. Se fumaba un cigarro negro bajo una farola torcida que derramaba una luz ambarina y pensaba que sus padres se habían hecho muy viejos. Apuraba el cigarro y se quedaba mirando todas esas casas iguales y amontonadas de las afueras que escupían un humo gris por chimeneas oxidadas. Resoplaba un par de veces, se metía las manos en los bolsillos y hacía un esfuerzo por llorar sin ningún resultado. Entraba en casa dispuesto a cocinar algo para sus padres y cuando se metía en la cama se masturbaba pensando en la veinteañera que lucía sus piernas todos los días a las siete de la tarde.

Llevaba una temporada saliendo con la camarera del bar de la esquina, pero no le gustaba demasiado. No soportaba que se pusiera ese perfume tan intenso ni que estuviera todo el día flirteando con sus clientes. Ella insistía en que la llevara a su casa, pero Julio ya estaba harto de explicarle que en su casa estaban sus padres. Al decirlo se sentía como un adolescente lleno de granos y siempre excitado. Se refugiaba en sus novelas y en el gran Oscar Wilde. Le gustaba repetirse una y otra vez las palabras de su héroe de las letras y de las vidas: “¡No hay nada más que la juventud!”. Imaginaba que le pasaba una mano por encima del hombro mientras se reían a carcajadas y brindaban por su amistad inquebrantable.

Julio había dejado de lado a todos sus amigos cuando se casaron y empezaron a tener hijos. Pensaba en ellos como unos desgraciados que habían elegido la opción de joderse sus vidas. Ni siquiera acudió a la boda de Eugenio, su mejor amigo, cuando le propuso ser el padrino. Prefirió irse a recorrer unos cuantos bares antes de quedarse dormido en una calle oscura con una botella de cerveza en la mano.

Hacía algo más de tres meses que había conseguido un trabajo en la fábrica de cartón y había hecho unos cuantos amigos. Chavales que habían abandonado pronto los estudios y que se iban a comer el mundo mientras devoraban un bocadillo preparado por sus madres.

Todos salían por el centro y disfrutaban de la noche con los bolsillos llenos de billetes recién ganados que les quemaban en sus vaqueros de marca. Una tarde le preguntaron si quería acompañarlos a tomar unas copas y Julio no se lo pensó ni por un instante.

Hacía una buena temporada que no se acercaba por el centro y le pareció que todo tenía más luz, que el cielo era más limpio y que las mujeres tenían las piernas más bonitas que en las afueras. Se bebió un par de gin-tonics mientras exageraba un montón de historias del pasado lejano que contaba como si hubieran ocurrido un par de días atrás y sus compañeros de trabajo se reían a carcajadas mientras le pedían más.

Cuando apenas se le entendía y todos aquellos muchachos le dijeron que era hora de irse, los llamó niñatos y cobardes de mierda llenando sus caras de escupitajos etílicos. Se acercó a la barra y pidió otra copa. Entonces la vio. Le pareció imposible que no se hubiera fijado antes. Estaba sentada en una butaca alta y apoyaba un codo en la barra. Pensó que sin duda era la veinteañera del concurso. La que movía el culo de aquí para allá mostrando esas estúpidas preguntas. La mujer escuchaba atenta a una amiga de labios gruesos y muy maquillada que movía los brazos haciendo grandes aspavientos sin dejar de reírse.

Julio se metió entre las dos mujeres dando tumbos y cuando estuvo frente a ella se lo dijo:                

–Todas las noches me masturbo contigo. Eres el amor de mi vida. Hoy voy a hacer yo las preguntas: ¿Quieres bailar conmigo o nos vamos directamente a la cama? –Se acercó mucho a su boca y sonrió cerrando los ojos.

El tipo de seguridad apareció en apenas unos segundos. Lo sacó de bar agarrándolo del pecho con sus brazos morenos y tatuados.

–¡No vuelvas a venir por aquí o te destrozaré la cara! –gritó mostrándole un puño lleno de anillos. Julio pudo escuchar como la mujer lo llamó viejo de mierda antes de que se cerraran las puertas.

Se sentó en la acera y buscó sin éxito su cajetilla de tabaco. Unas lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas. El camión de la basura se acercaba poco a poco.

* Desde los veintiún años trabaja en Andorra Televisión y realiza colaboraciones con otros medios de comunicación aragoneses. Entusiasta del realismo sucio, es autor de los libros de relatos Ayúdame (Certeza, 2017), Fundido a negro (Certeza, 2018), Las doce en punto (Imperium, 2020) y Migas en el mantel (Imperium, 2022).  

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