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Cuando no existía el Ratoncito Pérez Cuando no existía el Ratoncito Pérez

Cuando no existía el Ratoncito Pérez

Javier Sanz

A finales del siglo XIX, Luis Coloma (el padre Coloma) escribió por encargo de la reina María Cristina de Habsburgo un cuento protagonizado por un ratón, como regalo para el futuro Alfonso XIII con motivo de la caída de su primer diente. Lo que no podía imaginar es que, con el tiempo, el Ratoncito Pérez, un roedor imaginario que vivía dentro de una lata de galletas en la confitería Prast, en el número 8 de la calle Arenal de Madrid, se convertiría en un mito imperecedero y en un héroe para todos los niños. El problema es cuando dejas de ser un niño y sabes que en cuestión de dientes no te queda otra que ponerte en las manos de un artista en el manejo de torno y taladros, extractores de saliva, ganchos, tornillos, agujas… y demás útiles. ¿Y cómo era todo esto en épocas anteriores?

Las evidencias arqueológicas de las primeras visitas al odontólogo datan de hace más de 8.000 años en la civilización del valle del Indo. Aunque habrían de pasar varios siglos para encontrar pruebas escritas relativas al tratamiento de enfermedades dentales, en diferentes culturas y lugares (Mesopotamia, China, India, Grecia…) se describe un gusano que atacaba los dientes perforándolos -hoy a este “gusano” lo llamamos caries. El primer remedio para la caries se encontró en una mandíbula de hace 6.500 años descubierta en una cueva en Trieste (Italia) en la que a uno de sus caninos se aplicó cera de abeja para rellenar un agujero. Y parece que siglos después los ocupantes de aquellas tierras siguieron manteniendo el arte dental, porque se considera que los etruscos (siglo VIII a.C.) fueron auténticos artistas tallando dientes y dentaduras con hueso.

Mención especial merece Hesi-Re, al que podríamos considerar el primer dentista de la historia. Aunque no fue el primero que se ocupó de estos menesteres, ya que fue el médico del faraón Zoser hace 4.600 años, sí fue el primero en denominarse “médico de los dientes”. Entre los tratamientos faraónicos para reconstrucción dental aparecen los puentes con los que mediante alambres de oro o plata se unían piezas sueltas con el resto de la dentadura. Tampoco hacían nada nuevo los que hace unos años, siguiendo una estúpida moda, se incrustaron piedras preciosas en sus dientes o incluso los reemplazaron por piezas de oro, la civilización maya ya lo hacía hace siglos perforando los dientes con una broca que hacían girar con un arco.

A los lógicos problemas dentales de todas las épocas, por la falta de higiene y porque los dientes fueron durante mucho tiempo castigados para otras tareas, se añadió el mejor aliado para las caries: el azúcar. Aunque el cultivo de la caña de azúcar data de milenios y la primera referencia escrita se sitúa en el siglo IV a.C. cuando un oficial de Alejandro Magno, que la conoció en la India, escribió “existe una clase de caña que produce miel sin la intervención de las abejas”, no sería hasta bien entrado el siglo XVII cuando su consumo se extendió a todo el mundo y para todas las clases sociales. Paralelamente, la profesión de dentista comenzó a ganar prestigio… y dinero. Las primeras prótesis dentales de esta época podían ser de madera, porcelana y de marfil, y los dientes que en ellas se incrustaban eran piezas de animales, de condenados a muerte e incluso de alguna profanación de tumbas. Cumplían, a su manera, estéticamente, pero poco más. Los dientes utilizados dejaban mucho que desear y eran difíciles de conseguir. La gran revolución de los dientes postizos se produjo con la batalla de Waterloo (1815). Napoléon salió derrotado y en el campo de batalla quedaron unos 50.000 soldados muertos de ambos ejércitos. La mayoría de estos soldados eran jóvenes y estaban sanos -sinónimo de dientes perfectos-. A la mayoría de ellos, antes de enterrarlos, se les sacaron los dientes que mayoritariamente fueron a parar al mercado inglés. A este tipo de dentaduras se les denominó “Waterloo Teeth” (dientes de Waterloo) y durante varios años se siguió llamando así a todas las dentaduras postizas elaboradas con dientes sanos, independientemente de su procedencia. Era todo un lujo llevar una “Waterloo Teeth”

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