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Javier Sanz

En la década de 1840, un número cada vez mayor de colonos blancos comenzó a viajar hacia el oeste para establecerse en lo que hoy son los estados de Oregón y California y, para ello, debían atravesar los territorios de Wyoming y Colorado, casualmente donde cazaban las tribus indias de las Grandes Llanuras (sobre todo, sioux, cheyenne y arapahoe). Como era de esperar, esta marea humana esquilmaba los recursos naturales a su paso (pastos, madera, pesca...) y, además, espantaba el principal de todos ellos: el bisonte. Si querían sobrevivir, los indios solo tenían dos opciones: luchar entre las diferentes tribus por la caza de los cada vez más escasos bisontes, lo que implicaba algún daño colateral para los blancos, además de ser un problema para el turismo,  o, en el peor de los  casos, tener que asaltar las caravanas de los colonos, lo que implicaba, casi seguro, la intervención del ejército de los EEUU, y estos eran de los que primero golpeaban y luego preguntaban. Y por si esto no fuera poco, las diferentes fiebres del oro (unas reales y otras inventadas para justificar una migración) no hicieron más que aumentar la tensión en la zona, además del número de migrantes en busca de la pepita que los retirase. Cada vez era más complicado proteger las caravanas y castigar a los indios que las asaltaban para poder alimentar a sus hijos, por lo que el gobierno de los EEUU propuso un tratado a varias naciones indias de las llanuras para asegurar el paso pacífico de los colonos. Si aceptaban el establecimiento de presencia militar, no atacaban a los colonos y enterraban el hacha de guerra entre ellos, se les reconocería la soberanía de las tierras donde estaban asentados (lo que significaba que no podrían establecerse los colonos), autonomía en lo referente a sus asuntos y, como compensación por las tropelías e incursiones de estos años, cada tribu recibiría una cuantía económica dependiendo del número de miembros. En 1851, los representantes del gobierno estadounidense y nueve naciones indias firmaban el (primer) Tratado de Fort Laramie (en el actual  Wyoming) ¿Y cuánto duro? Pues poco, muy poco. Así de claro lo dejaría Nube Roja años más tarde...

Nos hicieron muchas promesas, más de las que puedo recordar. Pero jamás cumplieron ninguna de ellas, excepto una: nos prometieron que nos quitarían nuestras tierras… y nos las quitaron.

Cada vez había más blancos atravesando los territorios indios en su viaje hacia el Old West, Wild West or Far West (lo que viene siendo el Viejo Oeste, el Salvaje Oeste o el Lejano Oeste), agravando el problema de los bisontes a los que, lógicamente, nos les gustaba tanto curioso haciéndose selfies por las Grandes Llanuras. “A falta de bisontes, buenas son las compensaciones anuales que nos paga el hombre blanco”, debieron pensar los  indios. Y con eso iban tirando, hasta que aquellas “subvenciones” pasaron de ser periódicas a esporádicas. Así que, cuando las anualidades del gobierno ya no lograron suplir la pérdida de la caza (por el desplazamiento de los bisontes o porque directamente los mataban los colonos), los indios dijeron basta. Las naciones indias comenzaron a luchar entre sí por los mejores cotos de caza y asaltaron más caravanas de blancos, rompiéndose en mil pedazos el tratado. Ya se sabe que el estómago vacío es un mal consejero. De los conatos de enfrentamiento iniciales, se pasó a las pequeñas refriegas y ya en 1866 a guerra abierta entre el ejército y una coalición de indios liderados por el gran jefe sioux Nube Roja.

La historia de los enfrentamientos entre el ejército estadounidense y los nativos americanos... no tiene ninguna historia, es sencillamente una aplastante victoria del hombre blanco. Sin embargo, hubo un indio que logró pasar a la historia por ser el único que consiguió derrotar a los Estados Unidos en una guerra (no una batalla, que de eso  hubo más) que, además, lleva su nombre: la Guerra de Nube Roja. Hasta el punto de que en 1868, cuando el gobierno emplazó a los indios en Fort Laramie para firmar un nuevo tratado que pusiese fin a aquella guerra, se produjo al cumplirse las condiciones impuestas por Nube Roja, como la de que se retirase el ejército de los fuertes establecidos en territorio indio. Y se firmó el (segundo) Tratado de Fort Laramie por el que, en teoría, se creaba una Gran Reserva, incluyendo las sagradas Black Hills, para uso y disfrute de los nativos y donde no podría entrar ningún hombre blanco sin su permiso, además de delimitarse otros territorios no cedidos pero en los que podían cazar (de hecho, eran las mejores reservas de caza) . Y otra vez, y no sé cuántas iban ya, el hombre blanco volvió a ejercer de prestidigitador porque  incluso antes de hacer el paripé y fumar la pipa de la paz con los nativos, el texto ya no era lo que parecía. Además de que lo indios no sabían leer, estaba redactado de forma tan ambigua, arbitraria y torticera que todo eran pequeñas trampas para los sioux y, en el mejor de los casos, había un pero. Lo que en realidad subyacía en aquel acuerdo era forzar una transición de estilo de vida: del nomadismo y la caza por las grandes llanuras al sedentarismo y la agricultura, algo que a los indios no les llamaba absolutamente nada. De hecho, de los diecisiete artículos que constaba el acuerdo, nueve trataban de los incentivos para convertirse en agricultores. Así que, más pronto que tarde, se demostró que la idea de Nube Roja de haber conseguido para los suyos un territorio inviolable donde vivir en paz, cazando búfalos, rindiendo culto a sus espíritus que moraban en las Black Hills, construyendo tipis y criando a sus hijos, no era nada más que un sueño. El resultado fue que el tratado, tal como se lo habían explicado a los jefes indios y tal como ellos creían haberlo firmado, empezó a ser vulnerado repetidamente. Con un nuevo descubrimiento de oro en Colorado, las Black Hills, situadas en mitad del camino más corto hasta los nuevas minas, pasaron a convertirse en un corredor con más circulación que el 15 agosto en España. Nube Roja, sabedor de lo poco probable que sería repetir una victoria contra aquel ejército, optó por la vía diplomática y viajó a Washington y New York en 1870 para entrevistarse con el Gran Jefe Blanco y dar a conocer a la opinión pública las injusticias sufridas por su pueblo.

[…] Cuando llegasteis éramos muchos y vosotros pocos; ahora sois muchos, y nosotros somos cada vez menos, y somos pobres […] En 1868 vinieron unos hombres y trajeron unos papeles. Somos ignorantes y no sabemos leer papeles. No nos dijeron lo que de verdad estaba escrito en ellos. Lo que nosotros queríamos era que levantasen sus fuertes, que se marcharan de nuestro país, que no nos hicieran la guerra y que les dieran algo a nuestros comerciantes como compensación.[...] Cuando fui a Washington, vi al Gran Padre. El Gran Padre me enseñó lo que de verdad eran aquellos tratados, me leyó todos esos puntos y comprendí que los intérpretes me habían engañado, que no me habían hecho saber cuál era el auténtico sentido del tratado. Todo lo que quiero ahora es que se haga lo correcto, todo lo que quiero es justicia. Estoy aquí en nombre de la Nación Sioux. Ellos se regirán por lo que yo diga y por lo que yo represento. [...] Miradme. Soy pobre y no tengo buenas ropas. Pero soy el jefe de una nación. No queremos riquezas, lo que queremos es poder educar y criar a nuestros niños como es debido. Buscamos vuestra simpatía. Las riquezas no nos harán bien, y no podemos llevar al otro mundo nada de lo que tenemos aquí. Lo que queremos tener es amor y paz. [Extracto del discurso de 16 de junio de 1870 en Nueva York]

Esta lucha por la tierra fue la que determinó la relación entre el gobierno de los Estados Unidos y las tribus nativas, que culminaría con el intento de renegociación del tratado para comprarles las colinas sagradas Black Hills. Vamos, meter el dedo en la llaga, echarle sal y vinagre y preguntar si escuece.

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