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Miguel Rivera

Son las 10.35 de la mañana. Me encuentro sentado delante de un capuccino, pero soy absolutamente incapaz de probar ni siquiera el primer sorbo. Llevo dos horas recorriendo el campo de concentración de Auschwitz I, y todavía me queda otra hora y media en el de Auschwitz II-Birkenau. Es absolutamente imposible no tener el estómago revuelto tras pasear por semejante museo de los horrores.

La lluvia que me acompaña hace el día muy gris. Mejor. No quiero que nada tenga tintes positivos en esta visita, y el chirimiri que empapa mi anorak contribuye a ponerme en el lugar de los prisioneros y me ayuda a imaginar, aunque sea ínfimamente, las penurias, también climatológicas, que tuvieron que soportar con apenas un pijama de rayas. Terminaré la mañana empapado por fuera, pero también por dentro.

Katarzyna es la guía polaca que nos acompaña durante las tres horas y media que dura el recorrido. Es una mujer entrada en años, de mirada serena y dulce, algo que contrasta con el horror que nos rodea. Sin embargo, su voz suave, casi en susurro como para no molestar, nos va contando con todo lujo de detalle las atrocidades que allí se cometieron entre 1940 y 1945. En algunos momentos, pide al grupo silencio como muestra de respeto, delante del paredón de fusilamiento, o al entrar en la cámara de gas. Habla con orgullo de su país y con un respeto reverencial de los que allí perdieron la vida por nada, como repite en más de una ocasión.

Se estima que alrededor de 1.300.000 personas, el equivalente a la población actual de Aragón, llegaron a Auschwitz-Birkenau durante el Holocausto. En su mayoría, judíos, pero también prisioneros políticos, homosexuales, prostitutas, gitanos… Alrededor de 900.000 fueron enviados directamente a la muerte en las cinco cámaras de gas, sin pasar por el campo, nada más bajar de los vagones de ganado en los que viajaban hacinados durante días, desde todos los rincones de la Europa conquistada por los nazis. El resto, condenados a trabajar en condiciones de esclavitud, con jornadas interminables a temperaturas bajo cero, sin alimentos suficientes, amontonados en barracones sin una ventilación o higiene mínimas. Más de la mitad murieron o fueron ejecutados.

En el campo I, Katarzyna explica con detalle el proceso de selección, la llegada, vida y muerte de los prisioneros en el campo, e incluso nos muestra las maletas que llevaban consigo, pensando que los trasladaban a un lugar mejor. También el pelo que se les cortaba y reutilizaba para hacer mantas o abrigos. El campo II, que los alemanes destruyeron en su mayoría antes de la liberación, sirve para darse cuenta de la magnitud del exterminio. Es tan grande, que pensar cuánta gente pasó y pereció allí hiela la sangre.

Quiero terminar con una última reflexión: estamos acercándonos al momento en el que no quede ningún superviviente de Auschwitz o del Holocausto. Nuestra generación tiene el deber moral de educar a las futuras en los valores éticos y morales y en el respeto a todo ser humano, independientemente de que piensen diferente, de que tengan otra tonalidad de piel, creencia u orientación sexual. Pero también hay que educar en la memoria, porque si en algo coinciden los supervivientes, es en la deshumanización que allí sufrieron: no eran personas, sino números. No podemos olvidarlos o permitir que solamente les lleguen a nuestros hijos las películas de Spielberg. Como me dijo alguien tras la visita: su silencio chilla. Escuchemos.

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