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Miguel Rivera

A eso de las 8:30 de la mañana empezaron a llegar las primeras noticias. Nos encontrábamos en clase de Gimnasia Artística, segundo curso del INEF, primera hora de aquel jueves 11 de marzo. Yo tenía 19 años, los mismos que se han cumplido esta semana del atentado más importante de la historia de nuestro país.

Por una serie de catastróficas coincidencias, aquel día de huelga en la Universidad no fue secundado por el profesorado de nuestra Facultad. De haber sido así, este artículo hoy no existiría.

Nuestro profesor, ante la gravedad de las noticias que iban llegando, decidió suspender la clase, y en ese momento todos nos pusimos a repasar, en un preocupado e inquieto recuento, quiénes podían venir hacia la Universidad por las líneas de Cercanías afectadas por las explosiones. La confusión era total mientras las noticias brotaban de cada emisora de radio. Las llamadas de móvil se sucedían, intentando comprender qué estaba pasando, pero, sobre todo, intentando localizar a nuestros amigos. Algunos de ellos iban llegando a la Facultad, con el susto de las noticias que les iban contando, y seguramente todavía sin darse cuenta de lo que acababan de evitar.

El teléfono de Dani nos daba señal, pero él no respondía. Nunca más lo haría. Las horas pasaban, y cada vez se iban sabiendo más cosas. De aquel día recuerdo todo como si hubiese sucedido ayer: la solidaridad de toda la población, la confusión general, el sentimiento de unidad ante el ataque externo, perpetrado de forma tan cobarde…

Hoy, con la perspectiva que otorga el tiempo, solo puedo revivir mi sensación de dolor e injusticia. La incertidumbre, primero, sucedida posteriormente por el dolor por el amigo arrebatado, de forma violenta e injusta justo cuando empezábamos a compartir lo mejor de la vida. Porque otra sensación asquerosa que me quedó y de la que no me puedo despegar por más que lo intento cada año cuando llegan estas fechas, es la de que nuestra sociedad estuvo mucho más a la altura que nuestros dirigentes, incapaces de mirar más allá de las elecciones generales de tres días después, dejando en segundo plano el dolor de las familias y amigos de las víctimas y de toda la sociedad.

Hoy, diecinueve años después, sigo recordando a Dani y a mis compañeros y profesores del INEF, quienes estuvimos unidos en la preocupación y en el dolor. También a sus padres, Eulogio y Pilar, a quienes les arrebataron lo más importante en la vida de cualquier padre: su hijo. Es imposible ponerse en su piel, saber qué sintieron, la avalancha de sensaciones que se les vino encima aquel día y en los posteriores.

Ojalá estas líneas nunca hubieran existido, así como aquel imborrable 11 de marzo de 2004, y, sobre todo, ojalá Dani estuviera aún hoy con nosotros.

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