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Raquel Fuertes

Un hotel de cinco estrellas. De un regio hall en mármol se llega al salón tras atravesar un pasillo de grandes ventanales que se asoman a un jardín encantador que invita a café en buena compañía. En la sala, alfombras, cortinones de terciopelo y un aire cálido y suntuoso que solo puede dar una lámpara de cristal tallado con luces tenues, lo justo para percibirla en toda su majestuosidad, y velas, muchas velas.

En el centro, rodeado por esas velas, bajo la lámpara que se debate entre el esplendor y una elegante discreción, un escenario espera la llegada del cuarteto de cuerda. Aparecen las artistas y el público aplaude hasta el momento en el que se sientan frente a las partituras. Se apaga la lámpara, se hace el silencio y solo se rompe con el rasgar del primer violín. Empieza la magia. Y, acto seguido, se acaba.

La estudiada penumbra en la que las velas y el sonido de las cuerdas visten todo se rompe inmediatamente con la luz de decenas de pantallas que, poco a poco, iluminan todo. No es suficiente vivir, sentir el concierto. No: hemos venido a grabar para, me apuesto lo que quieran, no volver a ver los vídeos jamás o, también probable, dar la turra a los conocidos sobre lo bonito que estaba todo y lo bien que tocaban (trasfondo: “mira que soy culto y voy a sitios finos”).

A mí, que, aunque me gustaría mucho saber de música, disto mucho de ser una erudita, me fastidió profundamente. Sobre todo una señora que, en cada tema, sacaba su móvil en mi línea de visión, entre el primer violín y la viola, contribuyendo, sin duda, al deslumbramiento y a que estuviera más pendiente de lo que veía que de lo que escuchaba.

“¡¿Hemos venido a grabar con el móvil o a escuchar música?!”, clamó un espectador desde el otro lado de la sala. Me sentí totalmente identificada con aquel cascarrabias que plasmó en voz alta mi sentir. Un ligero murmullo, el silencio, unos instantes de calidez a la luz de las velas, sonó el violín… Y volvieron a grabar los que no tenían suficiente con disfrutar el momento. Con dejarse llevar por las sensaciones. Con, en definitiva, vivir.

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