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Hierro con hierro Hierro con hierro

Hierro con hierro

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Raquel Fuertes

Los columpios estaban en el centro del pueblo. En el pasillo que formaban la casa del forestal y la puerta de la iglesia entre la plaza y la calle que bajaba a los huertos junto al río. No recuerdo haber ido nunca allí con mis padres, ni que otros niños fuesen acompañados. Muchos aún no llevábamos reloj (símbolo de paso al siguiente nivel de la infancia, una vez pasado el hito de la comunión) y nos guiábamos por las campanadas del reloj de la torre para ir a comer, merendar o cenar, auténticos puntos de inflexión y rueda de reconocimiento materno en las eternas jornadas de verano.

Aquellos columpios de Cedrillas, puro hierro, con ojos de hoy, no hubieran pasado ninguna prueba de seguridad: estaban destinados al descalabro. Sin embargo, no recuerdo golpes ni brechas de importancia de nadie que saliese disparado de aquel breve tobogán en el que se podía experimentar el concepto de rozamiento cero. O de aquellos columpios sin respaldo, pulidos por el roce que luchaban por tirarte mientras aprendías “a darte” sin que te empujaran (otro signo de madurez, aunque no tan visible como el reloj). Aparte del sube y baja (¿quién dijo “balancín”?) donde también aprendíamos el concepto de palanca o del puente de hierro donde probábamos a colgarnos como monos, lo que más recuerdo de aquellos columpios tan atractivos como traicioneros es la barca.

En la misma estructura principal, aquel ingenio diabólico permitía hasta cuatro sentados y uno de pie (el que “daba”). En lugar de cadenas, se ajustaba al puente que soportaba todo aquello con tornillos y barrotes de hierro. Sí, si alguien conserva alguna foto de entonces (de cuando había carretes entre 12 y 36) descubrirá que parecía un instrumento diseñado para evitar que los boomers llegáramos a adultos. Sin embargo, aunque los más audaces, como Blas, “daban” hasta conseguir el mítico “hierro con hierro” que te catapultaba al olimpo de los intrépidos, lo cierto es que casi todos llegamos a la edad adulta y muchos incluso hemos alcanzado este año los 50.

Yo, aunque no fui de las audaces, sí debo reconocer que recuerdo aquellos momentos con un suspiro de esos que nacen de dentro, de forma inevitable, anhelando atrapar un instante para que no se escape o recordando aquel que ya escapó, invadida por la nostalgia de haberlo dejado ir sin conciencia de la plenitud del momento.

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