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Nunca dije Nunca dije
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Raquel Fuertes

Los “nunca dije” defensivos pocas veces sirven de algo. El que los pronuncia, aunque se empecine en aparentar seguridad, suele dudar de su literalidad. Mientras, el que los recibe sabe que no tienen exactitud alguna y que su recuerdo es el que guarda la esencia de las palabras de las que el otro reniega.

Parece claro que generan un recuerdo diferente en uno y otro, pero recuerdo, al fin y al cabo. Porque algo hubo.

No como las palabras que nunca dije. Que nunca dijimos. Esas omisiones son como si quisiéramos ocultarnos un secreto a nosotros mismos. Como si al no decirlo el sentimiento no existiese. O como si lo diésemos por sabido y comprendido en el otro.

A fin de cuentas, nos gusta creer que vivimos en la coherencia cuando en realidad no dejamos de bailar entre contradicciones. Y es así como nos empecinamos en no decir, poniendo por bandera aquello de que el hombre es esclavo de sus palabras y amo de sus silencios.

Lo que no dice este alegato a la prudencia es que detrás de un silencio puede haber cautela, pero que muchas veces también hay cobardía (temor a que el otro no entienda lo que para mí significa), miedo (que el otro reaccione como no quiero), desidia (“ya lo diré mañana”) o exceso de confianza (el otro ya lo sabe, no necesita oírlo).

Desde luego, cada declaración tiene consecuencias. Pero cada omisión, también. No hablar por miedo a que el otro no reaccione como esperamos nos sume en un limbo en el que solo pasan el tiempo y la oportunidad. No hablar porque nos asusta la posible reacción del otro quizás nos oculte la verdad de una relación que es mejor no continuar. Dejar de decir por pura dejadez nos tendría que hacer revisar si nos importa el otro y si nos importamos a nosotros mismos. Y dar por supuesto merece capítulo aparte.

Un te quiero no dicho (y no hablo solo de amor romántico) es una oportunidad perdida de que ese hijo, esa madre, ese amigo, esa hermana, ese amor… sepa que nos importa realmente. Lo que en algunos momentos pueden parecer palabras vacías de puro arrastrar en lo cotidiano pueden ser en otros el asidero de alguien que necesita saberse amado. Por eso nunca se nos debería quedar un te quiero en el cajón de las palabras que nunca dije.

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