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Miguel Rivera

Vamos caminando a casa desde La Castellana. La ilusión desborda los ojos de los niños. Acaban de ver pasar a los Reyes Magos. La Cabalgata es desde pequeño uno de mis días marcados en rojo en el calendario y ahora que lo comparto con los míos, aún más. Ver esa ilusión, ese brillo de ojos tan especial, vivir ese día tan señalado no tiene precio.

Hoy pienso en los Reyes Magos de todos los hogares, especialmente aquellos que tienen que exprimir todos sus recursos para que no falte nada debajo del árbol y satisfacer las expectativas y la ilusión de los más pequeños de la casa. Y mientras camino hacia casa me vienen a la cabeza las cosas, buenas y malas, que he aprendido en este año que ya ha terminado y no volverá.

He aprendido que las despedidas siempre duelen, da igual cuándo y por qué. Que los mejores homenajes hay que hacerlos en vida y que, si no se hacen desde el cariño y con el corazón, es mejor no hacerlos. He aprendido que hay amigos que siempre están ahí, aunque haya muchos kilómetros de por medio, y otros que están al lado y no están tan cerca. He aprendido a dar un abrazo con el mar de por medio, a recibirlo sin ver a quien me lo da y, sobre todo, a no echar de menos los que no llegaron. Quizá no eran tan necesarios. He hecho amigos que, presumo, perdurarán en el tiempo y se han ido otros. Me he reencontrado con algunos que hacía muchos años que no veía y he aprendido a valorar esos reencuentros.

He aprendido que ostentar un cargo más alto no te hace más importante ni mejor persona. A valorar a cada uno por lo que es y no por su rango, salario o posición. He aprendido a darle mucha más importancia al proceso que al resultado, a valorar el camino casi tanto como el destino. También que la gran mayoría no concuerda con esto y se suele valorar mucho más el desenlace que el itinerario. Y he aprendido que los sueños se cumplen, pero también a no frustrarme si no lo hacen.

He aprendido que los lunes al sol es algo más que el título de una película y he aprendido a vivir una vida diferente, a sacarle partido a una situación a priori desfavorable, a convertir un inconveniente en una oportunidad.

He aprendido a convertir un jueves cualquiera en el día más bonito del año, a compartirlo con quien quiero y con quien lo merece más que nadie. A convertir una excursión de domingo en un recuerdo imborrable y a valorar el silencio o un rato de lectura con música tranquila.

He aprendido que no hay derrota que duela más que aquella en la que no se dio todo, pero que si se sudó no es derrota, sino victoria del rival. Que no hay partido perdido hasta que se acaba, que no hay victoria imposible, aunque parezca muy improbable y que esas son, sin ninguna duda, las más bonitas cuando se consiguen. He aprendido que un equipo unido es más difícil de derrotar y que rodearse de los mejores solo sirve si, además, son buenas personas. Con esa gente puedes ir al fin de mundo, porque el barco navegará siempre con buen rumbo.

He aprendido que la maldad humana no tiene límites y que los derechos hay que defenderlos porque se pierden sin pestañear. He aprendido que la bondad tampoco los tiene y que ayudar al prójimo es una de las sensaciones más gratificantes que se pueden experimentar. A pedir ayuda si la necesito y a dejarme ayudar.

He aprendido que no hay nada más bonito que la sonrisa de ilusión de un niño. Y con esa ilusión afronto este año que acaba de empezar y que, seguro, traerá tantas cosas buenas como malas. Lo importante es cómo afronte cada una de ellas, e intentaré hacerlo con entereza en las duras, ilusión en las maduras y siempre con una sonrisa en la boca, como la de todos esos niños que acaban de ver pasar a los Reyes Magos.

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