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Javier Lizaga

¿Con qué derecho va a cerrar este café?, pregunta Rick. He descubierto que aquí se juega, responde despectivo el Capitán Renault. “Sus ganancias, señor”, y un mozo le entrega un fajo de billetes. La corrupción siempre es así, trincan todos y pagan los más pardales. Mañana destierran los móviles de los colegios, bueno bien, pero ¿y en los restaurantes? Ah, no, que ahí sirven de cloroformo infantil y todos contentos.

“Hay una preocupación en la sociedad”, ha empezado la consejera. Incluso alguna periodista-madre insistía: “limitar es difuso, deja desprotegidos a los padres, ¿no sería mejor prohibir? ¿Pueden incluso algunos centros obligar a que dejen los móviles en casa?”. La siguiente pregunta iba, seguro, sobre la posibilidad de amputar dedos. Todo eso cuando, de hecho y sin saraos, la mayoría de institutos ya excluyen totalmente el móvil y regulan su uso en actividades lectivas.

¿Saben con quien tienen problemas? Con los padres indignados que no entienden que le hayan quitado el móvil a sus angelitos. “Los papas de tal pascual ya le dejan el móvil”, me lo dijo ayer mi hijo, de cinco años. Y exclamas, como Bisbal: “Bulería, bulería”, con alegría. Ya estamos como en la pandemia, asomaos a la ventana, y otros paseando 7 veces al perro. Pongan multas, pedía el personal, como ajenos, como quien pide que echen a los ultras, y cada domingo va al campo a insultar.

Cuanto más fácil el acceso, más transparente la pantalla, más opaco el otro, más escenificado y convencional la imagen, dice Ingrid Guardiola. Y quizá sea eso, que de tanto verlo por Instagram, no veamos que poco importa lo que ocurra en el colegio si en casa hay barra libre, si llevamos metiéndole con cuchara el móvil al niño en cada viaje, en cada comida, cada vez que molesta. Porque, joder, es que no se puede ni mirar el móvil tranquilo con estos chavales.

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