

‘La alquimia del ser’, uno de los caminos del arte desde la introspección a lo trascendente
Trece artistas comisariados por Gene Martín y Araceli García exponen una colección de acuarelas en el Monasterio del Olivar de EstercuelEl Monasterio del Olivar crea una fundación para recuperar su esplendor
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Óscar Blanch, seleccionado para el curso de pintura de paisaje de Segovia
El arte puede ser el vehículo que nos conduzca a la trascendencia de la manera más directa, lo que no significa que sea un camino rápido o recto. La alquimia que transforma lo contingente en necesario y lo finito en eterno comienza por una búsqueda y un afán de reaprender para transmutar la realidad en una síntesis de todo lo que nos rodea. Esa es la propuesta de La alquimia del ser: de la introspección al vacío.
Es el título de una exposición colectiva de trece artistas que se expresan a través de la acuarela, y que acoge durante todo el verano el claustro del Monasterio de Santa María del Olivar de Estercuel. La muestra, comisariada por el turolense Gene Martin y Araceli García, se inauguró el 12 de julio y podrá visitarse hasta el 21 de septiembre, en horario de 9.20 a 13.30 horas y de 15 a 19 horas. La alquimia del ser reúne a un grupo de trece creadores -doce creadoras y un creado, en realidad- vinculadas al máster De lo Espiritual en el Arte, dirigido por Araceli García Romero, y articula un itinerario sensible por tres estados de conciencia -Introspección, Transmutación del sufrimiento y Del vacío a la luz-en diálogo directo con la arquitectura monástica y su tiempo lento.
El proyecto nace de un proceso pedagógico exigente y, a la vez, profundamente vital. Según las palabras de Araceli García en el catálogo de la exposición, las artistas “han investigado, se han deshecho de creencias y se han arriesgado a crear desde el no saber”. Lo que el visitante encuentra no es una mera colección de obras acabadas sino “destilaciones” de una búsqueda: piezas que conservan la memoria del gesto, la renuncia y la duda, y que entienden el arte como medio, proceso y resultado. En palabras del equipo impulsor, se trata de una auténtica escuela de bien vivir: al depurar la pintura hasta el gesto justo, la artista se despoja de lo superfluo y se hace -y rehace- a sí misma.

Los comisarios de la muestra afirman que la experiencia a la que invita la exposición se potencia en el propio marco del monasterio. Caminar el claustro, a veces al paso de los monjes anfitriones, convierte la visita en un pequeño ritual. No hay prisa: la acuarela exige respiración, escucha y una atención particular al agua, al pigmento y a la luz que la atraviesa. En ese diálogo silencioso, la muestra propone un acto de resistencia frente a lo cotidiano: recordar la propia esencia y conceder al arte la posibilidad de rozar lo sublime. “¿Qué es la belleza sino verdad destilada y luminosa?”, se pregunta Araceli García.
El recorrido se abre con Introspección, el primero de los tres ámbitos en los que se divide la exposición, y que reivindica la mirada hacia dentro como ejercicio a veces doloroso, siempre fecundo. Es el primer e irrenunciable paso que conduce hacia la finalidad trascendental del arte, y en este ámbito pueden verse obras que hablan de renuncias, esfuerzos y pequeñas heridas que enseñan.
Belén Espartosa aborda los procesos de duelo y la finitud a través de formas vegetales efímeras, casi respiraciones. Carmen García (en otro hilo familiar del conjunto) teje hilos y huellas que la atan a los suyos, como un bordado de memoria. Liana de Plasencia se sumerge en fondos marinos que funcionan como espejo emocional: capas de profundidad donde el azul es tiempo. En lugar de usar la acuarela como sis compañeras tira de materiales más terrosos, como la arena, la sal, la tinta y el acrílico sobre lino. Mercedes Cimas levanta tormentas coloridas que vibran como autorretratos anímicos, y Pilar García busca claridad en la transparencia misma de la acuarela, allí donde la luz no se pinta, sino que se deja pasar.

Desde esa hondura la exposición avanza hacia Transmutación del sufrimiento, el corazón alquímico del proyecto. Aquí el arte se vuelve laboratorio: destruir y construir, elegir y renunciar, quemar y decantar para abrir otros mundos. Ana María Coque trabaja literalmente con la oscuridad: quema papel, erosiona, deja a la vista la belleza que queda al otro lado del negro. Carla de Vicente transforma el dolor en materia y la ceniza en memoria, en una alquimia íntima que convierte lo pesado en leve. Cruz Ciudad atraviesa el dolor con frontalidad, a partir de un juego tridimensional de acuarelas y soportes transparentes. Y María Castillo invita a renacer desde el silencio profundo; en sus obras, agua y color reconstruyen vida, memoria y alma con una serenidad que tiende puentes con lo contemplativo.
El último tramo, Del vacío a la luz, propone un estado de conciencia donde el yo se diluye y el espacio de creación se ensancha. Lo pequeño contiene el germen de lo ilimitado; lo material y lo intangible se reconocen como una misma corriente. Gus Díaz presenta piezas de múltiples capas que parecen encenderse desde dentro, como si cada veladura liberara una claridad latente. Pertenecen a la serie Parabellum 5. Guerra Futura, en la que explora el concepto del fin de la humanidad. Lourdes Bermúdez diluye pigmentos hasta confundirse con el propio campo pictórico: su pintura ya no delimita, respira junto al soporte. Celia Guerrero trasciende contradicciones y laberintos para encontrar centro en la propia respiración: composición y ritmo son aquí pulmones. Y Araceli García abre ventanas a cielos que no son paisajes, sino estados, visiones de infinitos en equilibrio.

Todas las artistas -Ana María Coque, Araceli García, Belén Espartosa, Carla de Vicente, Celia Guerrero, Cruz Ciudad, Gus Díaz, Liana de Plasencia, Lourdes Bermúdez, María Castillo, Mercedes Cimas y Pilar García- comparten una ética del trabajo: disciplina y compromiso, pero también disponibilidad para el asombro. Vienen de formaciones y procedencias variadas y han encontrado en la acuarela una herramienta idónea para sostener esa tensión entre control y entrega. En la técnica -aparentemente frágil- late la potencia: el agua impone sus reglas y, al mismo tiempo, enseña a dejar ir.
La exposición reclama lectura lenta. Cada obra presenta capas de sentido que no se apresuran: manchas que recuerdan paisajes interiores, gestos que apenas tocan el papel y, sin embargo, bastan para decir. En ese decir mínimo, la exposición reafirma una tesis: el arte no solo representa, también transforma. Lo hace en quien crea -que se decanta, se ordena, se esclarece- y en quien contempla -que encuentra un lugar donde la mirada puede reposar y, acaso, comprender.

Instalada en el claustro, La alquimia del ser ensambla espacio y discurso: el cuadrado del patio, la repetición de los arcos, la luz que gira con el día, el rumor de pasos que no irrumpen, acompañan. No es un decorado, es una coautoría. De ahí que el montaje evite estridencias y confíe en la propia respiración del monasterio. La arquitectura ofrece contexto y medida; la pintura responde con silencio activo, ese vacío que no niega, sino que dispone.
En un presente saturado de imágenes veloces, la propuesta defiende la paciencia, la atención y la escucha. Reaprender a mirar -hacia fuera y hacia dentro- se convierte en un acto revolucionario. La exposición invita a reconectar con lo esencial y a recordar que el arte puede todavía nombrar lo indecible sin gritar. Al salir, el visitante no lleva “respuestas”, sino una disposición distinta: otra manera de habitar el tiempo.“Lo que vemos -resume García- son trabajos maduros, honestos, plenos de presencia”. Esa madurez se traduce en una economía de medios que no empobrece, sino que condensa. En términos alquímicos, cada pieza parece haber pasado por hornos y retortas, por pruebas de fuego y agua, hasta quedar reducida a lo imprescindible: luz, respiración, forma.

Y de paso La alquimia del ser: de la introspección al vacío rinde homenaje a la humilde acuarela, un pigmento versátil y vivo en manos maestras que no siempre ocupa el lugar que merece. Su capacidad de sorpresa brilla en la exposición, con trece propuestas de mundos pictóricos diferentes y virtuosos.
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